Confieso que mantener la capacidad de asombro en nuestra Argentina desangrada, que se empecina en autodestruirse al grito orgiástico de libertad, libertad, y más libertad es una tarea gigantesca. Donde los crímenes se multiplican de a minutos; donde todo es derecho y nada es obligación; donde el odio y la sed de venganza se disfrazan de justicia; donde ya no se habla de prójimos sino de enemigos, y donde todas las carnicerías son posibles, sin la más mínima posibilidad de perdón y reconciliación, la subsistencia es casi imposible.
La descristianización absoluta de casi todas las estructuras, y la consecuente y tiránica deshumanización, nos sumen no ya en plateados brillos, como nuestro propio nombre de país lo sugiere, sino en una cloaca cada vez más profunda y nauseabunda. Se sigue dinamitando toda posibilidad de pacificación; se han destrozado el matrimonio y la familia; se han multiplicado geométricamente los pobres e indigentes; se ha hecho de todo el territorio zona liberada para el narcotráfico; drogarse se disfraza de libre elección… ¡Todo es posible en Drogolandia…! ¡Y, oh, casualidad, a la hora de votarse estas cuestiones, gobierno y oposición terminan en relaciones carnales, bañadas de casi unanimidad…! ¡Patéticos gobernantes que se alternan en el poder ficticio, que les da el ser sirvientes del Nuevo desOrden Mundial…!.
El país que podía imaginarse una futura potencia católica, allá en el Congreso Eucarístico Internacional de 1934; y verse, también por entonces, como granero del mundo, hoy se aproxima dramáticamente hacia la desintegración. Con el riesgo cierto de repetir el baño de sangre al que nos llevaron, en los años sesenta y setenta del siglo pasado, la conmoción interior y el ataque exterior.
A pura sangría moral se va cumpliendo y aumentando lo que, proféticamente, Enrique Santos Discépolo denunciara en la mitad del siglo pasado: los inmorales nos han superado y es lo mismo un burro que un gran profesor. Y, hasta en el colmo del cinismo, mientras se habla de educación y de pagar bien a los docentes, se los humilla y desprecia con toda suerte de ataques…
Más prostitutas, y menos profesores, demandan grafitos que se han pintado en nuestras ciudades, por una supuesta asociación poética, o algo por el estilo. ¡Vaya arte el de esos poetas que, dañando paredes ajenas, no han dudado en nombrar con el sustantivo más procaz a las meretrices; que no repito aquí por obvias razones de pudor y decencia…! ¡Y, peor todavía, que se muestren tan serviles de las más humillantes degradaciones; tan perversos y, hay que decirlo con todas las letras, tan traidores a la Patria…!
A puro muchachismo y demagogia jamás conocidos, aquella nación católica con la que soñaron Liniers, Saavedra, San Martín, Belgrano, Rosas, y otros próceres, se ve hoy descuartizada por las más oscuras y siniestras acciones del mundialismo, y el narco – porno – liberal – socialismo del siglo XXI. La ideología de género hace estragos en todos los niveles, y ha mellado, incluso, hasta formadas conciencias… Nadie quiere nadar contra la corriente. Mostrarse como distintos es puro y exclusivo de perversos y promiscuos. No pueden ser distintos, claro está, los que defienden el orden natural, y las enseñanzas de Cristo y las exigencias evangélicas. Para ellos solo caben el hostigamiento, la persecución, la calumnia, la cárcel y cualquier otra forma de asfixia o destierro.
Los que ayer eran rojos hoy también son rosas y verdes. El totalitarismo en el que degenera toda democracia sin valores –profetizado sabiamente por San Juan Pablo II- hoy es una patética realidad en nuestras pampas… Y frente a ello, solo hay brazos caídos, bocas cerradas, y rostros expuestos a las trompadas de quienes no entienden, o no quieren entender, que la pregonada cultura del encuentro solo será posible en la verdad, y no en el rejunte de un presunto pacifismo ficticio.
Sigamos reclamando más prostitutas y menos profesores… Sigamos festejando, a tambor batiente, el escandaloso suicidio de todo un pueblo… Sigamos exigiendo circo, circo y más circo… Y vamos a ver quién nos defenderá a la hora del juicio. Que llegará, inevitablemente. Aunque, por cierto, será en aquel Tribunal del que nadie puede sospechar…
P. Christian Viña, sacerdote