– ¡Daríais al Diablo el beneficio de la ley!
– Sí, ¿tú que harías? ¿Saltarte la ley para coger al diablo?
– Sí. Me saltaría todas las leyes de Inglaterra para hacerlo.
– Y si, al saltarte la última, el diablo se volviera contra ti, ¿dónde te esconderías, Roper, sin leyes de por medio?
(Robert Bolt, Guión de la película Un hombre para la eternidad)
No recuerdo exactamente si ayer o anteayer, escuchaba en una tertulia de un programa de radio el consejo de un periodista, dado desde su experiencia personal, de no acudir a la policía en caso de que a uno le “okupen” su vivienda. No se dieron más explicaciones, pero la cosa estaba bastante clara: resuelva usted mismo la situación empleando los medios que pueda, se entiende que también la violencia si es necesaria.
Santo Tomás, explicando la conveniencia de la existencia de la ley humana dice: «como hay individuos rebeldes y propensos al vicio, a los que no es fácil persuadir con palabras, a éstos era necesario retraerlos del mal mediante la fuerza y el miedo, para que así, desistiendo, cuando menos, de cometer sus desmanes, dejasen en paz a los demás, y ellos mismos, acostumbrándose a esto, acabaran haciendo voluntariamente lo que antes hacían por miedo al castigo, llegando así a hacerse virtuosos» (STh I-II, q. 95, a. 1, co.). El fin de la ley humana es la virtud del ciudadano sometido a la ley, que necesita muchas veces de la ayuda de la sociedad para llegar a esa virtud. Todo ello redunda en el bien común, que es el fin mismo de la ley, de acuerdo a lo dicho por San Isidoro: «la ley se escribe no para provecho privado, sino para la común utilidad de los ciudadanos».
Santo Tomás explica dos cosas más, muy interesantes. La primera, que la ley debe tener suficiente precisión para que pocas cosas queden al arbitrio de los jueces. La razón es que el que hace la ley considera lo universal, mientras que el que juzga lo hace sólo de un caso concreto. Es fácil ver, aunque esto no lo dice Santo Tomás, que el legislador que hace con calma las leyes puede considerar pausadamente las consecuencias universales de su legislación, mientras que el juez difícilmente puede prever, desde la inmediatez del caso particular, la perspectiva del bien común. La segunda cosa es que la disciplina de la ley es la que obliga por el temor a la pena. Esto se ve claramente, porque un precepto cuya transgresión no conlleva una pena, difícilmente puede ser considerado ley.
Supuesto todo esto, un sistema legal en el que los jueces pueden desnaturalizar la ley pervirtiendo su naturaleza, en el que los inocentes tienen que demostrar que no son culpables (caso recurrente en las “okupaciones” de viviendas), y en el que la transgresión de la ley no es perseguida o no conlleva una pena, no sirve al bien común ni a la virtud del hombre. Se pueden entender fácilmente las consecuencias desastrosas de una situación así en cualquier sociedad.
La sentencia absolutoria de la Audiencia Provincial de Madrid a favor de Rita Maestre del delito flagrante de profanación de lugar de culto, o la rebaja de la pena efectuada por el Supremo a los terroristas chilenos que atentaron contra la Basílica del Pilar, ambos hechos sucedidos ayer, podrían hacer pensar que estoy recordando estas doctrina de Santo Tomás en relación a la grave inseguridad jurídica que se sufre en España hoy día. Pero no es esa mi intención.
Lo que quisiera señalar es que la degradación de la ley es un fenómeno generalizado en nuestra época, que afecta a todos los ámbitos, y que coincide, posiblemente, con una pérdida del valor de la razón, que en su hipertrofia ilustrada ha acabado por gangrenarse en un relativismo absoluto, tan denunciado por Benedicto XVI. Y la Iglesia Católica, que lamentablemente encuentra hoy en día bastante dificultad para ejercer su misión de ser la luz del mundo, no ha quedado inmune a este fenómeno.
Los obispos diocesanos, por el hecho de serlo, tienen en la Iglesia potestad legislativa, ejecutiva y judicial, pudiendo ser ejercidas estas dos últimas a través de vicarios. Estas tres potestades no son derechos que pueden ser ejercidos o no a conveniencia del obispo, sino instrumentos para el gobierno pastoral y, por tanto, deberes derivados de su ministerio. El obispo no puede soslayar su misión de juez sin caer en una grave negligencia en su misión pastoral. Y, de acuerdo con lo dicho anteriormente, aunque el obispo tiene potestad legislativa, está sometido a un marco común de leyes, el Derecho Canónico, que, en cuanto juez, tiene que aplicar o hacer aplicar con la precisión que la misma ley exige, so pena de perjudicar al bien común, que es el fin de la ley.
Sin embargo, imbuidos como estamos en este ambiente de desprecio de la ley y de la justicia, es enormemente raro ver que los obispos tengan un celo particular por la aplicación de la ley canónica, especialmente en referencia a lo que decíamos que era fundamental para que la ley tenga valor de disciplina, que es la pena.
Por poner sólo un ejemplo, el c. 1376 dice: «quien profana una cosa sagrada, mueble o inmueble, debe ser castigado con una pena justa». No dice que «pueda» ser castigado, sino que «debe» ser castigado. Pues yo me estoy preguntando, cuándo ha sido la última vez que a alguien se le ha puesto una pena canónica por algo semejante. Lo mismo sucede con el c. 1369 que, de forma semejante al anterior dice: «quien, en un espectáculo o reunión públicos, en un escrito divulgado, o de cualquier otro modo por los medios de comunicación social, profiere una blasfemia, atenta gravemente contra las buenas costumbres, injuria la religión o la Iglesia o suscita odio o desprecio contra ellas debe ser castigado con una pena justa». No digamos del c. 1374, que dice: «quien se inscribe en una asociación que maquina contra la Iglesia debe ser castigado con una pena justa; quien promueve o dirige esa asociación, ha de ser castigado con entredicho». Ah, y los que quieren defender a capa y espada absolutamente todo lo que hace, dice o piensa el Santo Padre, deberían saber que para aquellos que, superando los límites de la libertad de expresión que existe en la Iglesia, caen en las injurias o animan al odio, existe el c. 1373: «Quien suscita públicamente la aversión o el odio de los súbditos contra la Sede Apostólica o el Ordinario, con el motivo de algún acto de potestad o de ministerio eclesiástico, o induce a los súbditos a desobedecerlos, debe ser castigado con entredicho o con otras penas justas».
Es evidente que estas leyes no valen nada para aquellos que no están bautizados o han apostatado de su fe, y que para muchos que reniegan públicamente de ella resultarán hasta risibles. Pero parece que hay algunos que, pretendiendo seguir siendo católicos, transgreden estas leyes eclesiásticas sin que nadie les ayude, mediante la disciplina de la ley, a volver al camino de la virtud. Sin duda esos tales tienen el derecho de ser corregidos, y los jueces el deber inexcusable de aplicar las leyes. Tal vez cuando en la Iglesia se empiece a respetar el Derecho Canónico podamos exigirle al estado que respete el Código Penal, que es el único que nos puede defender de los que, no habiendo conseguido hace ochenta años exterminar a los católicos en España, ahora pretenden expulsarnos de la sociedad mediante su herramienta favorita: la violencia.
Por cierto, en un ambiente eclesial así, no es de extrañar que algunos traten de compensar sus defectos en unos ámbitos con excesos en otros. Y así se da lo que hace unos días recordaba el valiente sacerdote D. Custodio Ballester, que actualmente un sacerdote acusado de abusos a menores es privado de muchos de sus derechos, empezando muchas veces por el de la presunción de inocencia. Y con esta dureza, muchas veces en contra de la ley, pretenden algunos tapar la pasada política de “manga ancha” en la aplicación de la misma ley. Porque hay que recordar que los pecados contra la justicia, al igual que contra las demás virtudes, se producen tanto por el exceso como por el defecto.
Francisco José Delgado Martín, presbítero.