El próximo martes 6 de septiembre, la Comisión de Salud del Senado votará la legalización del aborto en Chile, a través de tres causales. El Gobierno ha decidido acelerar su votación dada la presión de algunos grupos al interior de la coalición oficialista.
Durante más de un año, el Congreso Nacional deliberó sobre este proyecto y diversas iniciativas de la sociedad civil, así como los ciudadanos pudieron expresar su opinión ante sus distintas instancias. El debate no estuvo exento de complejidades. Sin ir más lejos, hace un par de semanas el senador Girardi se enfrascó en un duro intercambio de opiniones con José Francisco Lagos, de ChileSiempre, y la semana anterior el doctor Jorge Acosta, del Instituto Res Publica, tuvo que argumentar su posición pro vida ante una comisión de cinco senadores, de los cuales solo se encontraba presente uno.
No estaríamos exagerando si calificamos una discusión así como un verdadero diálogo de sordos.
A lo largo de más de un año de debate no hay un solo diputado o senador que participaran de estas comisiones que haya cambiado su opinión o parecer sobre el aborto. Hasta cierto punto esto es entendible, porque una posición en este tema responde a convicciones profundas que la mayoría de las personas no estamos dispuestos a transar.
Sin embargo, lo que es francamente inaceptable es que se sigan repitiendo argumentos –ya convertidos en mitos– que han sido derribados a lo largo de múltiples exposiciones en el Congreso. Por desgracia, para los que tengan el tiempo de ver la sesión de la comisión de salud el martes 6 de septiembre podrán escuchar, una vez más, la misma cantinela de siempre.
Quizás algún senador recuerde las palabras de la Presidenta Michelle Bachelet, que en su proyecto de ley sostiene que existen más de 200.000 abortos clandestinos en nuestro país. Seguramente omitirán decir que los únicos estudios serios al respecto sitúan los abortos clandestinos en menos de diez veces lo afirmado por la Mandataria.
Lo más seguro es que alguien –no sin cierta voz de escándalo– diga que nuestra nación se encuentra en un pequeño grupo de seis países que prohíben el aborto en todo el mundo. Para mayor indignación dirá que compartimos lugar con países como Malta o el Vaticano. Estoy seguro de que no considerarán prudente recordar que hasta la institución abortista Center for Reproductive Rights reconoce que hay otros 60 países del mundo con una legislación equivalente a la nuestra.
Habrá alguno que para tranquilizar su conciencia sostenga que éste no es un proyecto de legalización del aborto, sino simplemente de despenalización. En simple, la diferencia radicaría en que en una despenalización simplemente se busca no sancionar a la mujer que aborta, en cambio, en una legalización se introduciría la obligación jurídica y sanitaria de realizar el aborto. Cualquier persona que lea el proyecto de aborto del Gobierno entiende que aquí se está legalizando, instaurando una obligación de realizarlo, a tal punto que se ha visto como necesario regular la objeción de conciencia al respecto.
No faltará el que diga que existen miles de mujeres que ven peligrar su vida por la falta de una ley como esta. Omiten decir que en Chile no existe ley alguna que prohíba los tratamientos médicos a una mujer embarazada –como lo ha reconocido la Corte Suprema– y que por el contrario es la misma práctica médica la que exige su tratamiento, aún cuando se sepa que el niño en el vientre materno morirá a causa de él. Esto ocurre todos los días en los hospitales y clínicas de Chile. En el mismo sentido, es conveniente recordar que nuestro país tiene la tasa de mortalidad materna más baja de América Latina y que en todo el continente solo es superado por Canadá.
El martes los partidarios de esta ley tampoco dirán que las principales razones por las que piensan abortar las mujeres chilenas son el miedo, el abandono, la pérdida de expectativas de vida o la coerción. Ninguno de esos graves problemas es enfrentado por esta ley, que en los hechos, abandona a las mujeres cuando más necesita del apoyo de la comunidad. No está de más recordar que el propio Gobierno hace un tiempo intentó quitar el fono ayuda a mujeres embarazadas.
Tampoco harán eco de las palabras de los psiquiatras que expusieron ante ellos y que dijeron con todas sus palabras que el aborto genera un drama mayor en la madre que el dar a luz a un hijo o que ninguna guía clínica llega al extremo de considerar al aborto como un tratamiento para la salud mental de la madre, como en algunos lugares se ha sostenido.
La guinda de la torta la pondrán aquellos que para defenderse sostengan que la posición pro vida radica en una visión religiosa de la sociedad. Así lo ha dicho, entre otros, el senador Girardi. Sería interesante que ellos digan públicamente cuál de los argumentos expuestos responde a una argumentación religiosa de nuestra posición. Del mismo modo, el senador Girardi acusa a los que piensan distinto de intentar imponer una visión sobre la sociedad. Lo paradójico es que a eso se ha dedicado –por desgracia, con gran éxito– el propio senador en el Congreso Nacional: subiéndonos los impuestos, impidiendo que los padres elijan el colegio de sus hijos, imponiendo qué deben comprar los niños en el recreo de los colegios e intentando prohibir una tradición nacional como el rodeo. En el fondo, el senador Girardi no está en contra de imponer visiones, siempre y cuando sean las suyas.
El martes seremos nuevamente testigos de un diálogo de sordos y quizás de la aprobación de una ley que, pese a todo lo que se diga, deja solas a las mujeres cuando más nos necesitan. Una ley que consagra el aborto en un país que deberá seguir luchando por la vida, por cada vida, siempre.
Julio Isamit
Tomado de Viva Chile, este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, http://ellibero.cl.