Estamos celebrando la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. No puedo por menos de recordar mis visitas al Santo Sepulcro de Jerusalén y mi impresión al pensar que allí, en ese lugar, había tenido lugar el hecho más importante de la Historia de la Humanidad, tanto más cuanto que ese hecho ha tenido y tiene consecuencias decisivas en la historia de mi vida.
Ante todo quiero dar gracias a Dios por ser creyente. Ello significa que mi máxima aspiración, la misma que la de cualquier otra persona, ser feliz siempre, no es una aspiración sin sentido, sino realizable. En caso contrario seríamos sencillamente víctimas de una gigantesca estafa. Dios se ha hecho Hombre para salvarnos y abrirnos las puertas del cielo, es decir de la felicidad eterna. Y ése va a ser mi destino. Las consecuencias de la resurrección son nada menos que, aunque ha habido muchos grandes hombres en la Historia, la resurrección de Jesús le sitúa en un lugar único en la Historia, porque al resucitar por su propio poder estamos ante Dios que se ha hecho hombre, como reconoce Santo Tomás cuando al ver a Jesús resucitado, no puede por menos de exclamar: «Señor mío y Dios mío». Y nosotros, que somos sus discípulos, sabemos que estamos en este mundo para algo, porque la vida tiene sentido, a imitación de Jesús que «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo»(Hch 10,38), por lo que el amor debe ser el motor de nuestra vida.
Y sin embargo con frecuencia me encuentro con creyentes que me dicen que no están preparados para dar razón de su fe. Les digo que no tenemos por qué tener complejos de inferioridad, cuanto que el hecho que el mundo tenga origen, los científicos nos hablan del Big Bang, nos muestra que hay un Creador, y nuestras ansias de felicidad, no tendrían sentido sin un Dios Padre que nos ama. Lo que sí les pido es que pasen al contraataque y pregunten a los no creyentes el por qué no creen en Dios, lo que desgraciadamente muy pocas veces hacemos. Seguramente te hablarán de la existencia del mal en el mundo, lo que es un argumento inconsistente, por que si todo terminase con la muerte, sinceramente este mundo sería un absoluto sin sentido y preferiría ser terrorista a víctima del terrorismo.
En el siglo pasado las dos grandes ideologías criminales han sido el marxismo y el nazismo, consecuencia lógica que para ellos era el odio el motor de la Historia. En este siglo es el relativismo, y lo que nos ofrecen los no creyentes es muy sencillo: fundamentalmente, no hay Dios y todo termina con la muerte, con lo que no hay esperanza en la resurrección. No hay valores objetivos, como el Bien y el Mal, lo Verdadero y lo Falso. Actualmente, el gran problema en torno a la Verdad es: ¿Existe una Verdad Objetiva, sí o no? Ante esta pregunta hay una doble respuesta. Mientras unos pensamos que por supuesto hay una Verdad Objetiva, que el Bien y el Mal son claramente diferentes, que existen una serie de valores eternos e inmutables, los otros por el contrario defienden que no hay verdades objetivas, que todo es opinable y depende del punto de vista desde el que se mire, y que ni siquiera los valores esenciales, como la libertad, la vida, la justicia, el amor, la paz, son objetivos e inamovibles. El Relativismo afirma «la libertad os hará verdaderos», lo que le lleva a negar la Ley Natural: «La idea de una ley natural por encima de las leyes que se dan los hombres es una reliquia ideológica frente a la realidad social y a lo que ha sido su evolución. Una idea respetable, pero no deja ser un vestigio del pasado». En cambio Jesús afirma lo contrario: «La verdad os hará libres»(Jn 8, 32).
Y es que estamos ante un enfrentamiento entre dos modelos sociales contrapuestos: el modelo basado en la cultura del relativismo, donde no hay valores objetivos, ni nada más allá de la muerte, y el modelo basado en la defensa de una serie de principios y valores morales, que son los que hacen posible la convivencia. En pocas palabras: los creyentes creemos en la existencia de Dios y en el seguimiento de la conciencia como fundamento de la dignidad humana, mientras el no creyente no acepta ni una ni otra, con lo que fácilmente llega a grandes aberraciones.
Pedro Trevijano