¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?. (Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?). Así comenzaba Cicerón su primer discurso contra Catilina, pronunciado en Roma en noviembre del año 63 a. C.
Lo he recordado al leer una crónica de Victoria Iglesias, publicada en El Español (a las 2.04 del día 25 de diciembre), con el título «Huéspedes sin hogar a los pies de San Antón», sobre la Misa del gallo en esta iglesia madrileña, confiada por el arzobispado de Madrid a don Angel García y su ONG «Mensajeros de la Paz».
El templo ha sido convertido en local donde esta organización desarrolla su actividad asistencial: reparto de comida, alojamiento de sin techo, lugar de reunión, etc. Recoge el reportaje breves y desagarradotas biografías de quienes esa noche se acogían a la Iglesia. Sin duda un trabajo excelente que, al menos a mí, me deja perplejo.
Explico por qué. Son actividades diarias, habituales, cocinar la comida, ducharse, dormir, aparcar el coche, ver la televisión; sin embargo, que yo sepa, no se aparca el coche en la cocina, no se guisa en el salón, ni se duerme en el garaje, o se ducha nadie en la sala de estar. Cada cosa tiene su sitio; el ejercicio de la caridad también.
Se me dirá: en algún lugar tienen que pasar la noche estas personas. Cierto. Son varios los albergues que, en Madrid, no cubren diariamente las plazas de que disponen. Y si son insuficientes, Mensajeros de la Paz dispondrá, indudablemente, de fondos para abrir uno, pero, por favor, no en la Iglesia. No me parece conciliable una y otra dedicación del templo.
Este panorama ha tenido momentos estelares como la celebración, el pasado 17 de junio, de una oración-homenaje al que fuera concejal del ayuntamiento de Madrid, don Pedro Zerolo, en la que participaron compañeros y amigos del fallecido, una especie de sacerdotisa y un pastor protestante, ataviado con una alegre estola arco iris. Hubo proyección de fotografías, música, discursos y se recitó la Oda a la tristeza, de Pablo Neruda, un texto nada litúrgico, de un autor, excelente poeta, que no destacó precisamente por su amor a la fe católica.
Sin duda un merecido homenaje: podría haber consistido en una misa, en la iglesia, y un homenaje, con el contenido que hubiesen deseado los organizadores, en un salón que reuniese la prestancia requerida. Nada que objetar: la mezcla es la que lo hace inaceptable.
La crónica de Victoria Iglesias, a que ahora nos referimos, recoge un acontecimiento, también estelar, absolutamente surrealista, al menos en mi opinión. Acaso los lectores podrán sacarme de mi error: estoy dispuesto a reconocerlo. Inicialmente pensé que se trataba de una metáfora, de un hipérbole; enseguida comprendí que no era así.
La primera de las fotografías de esta crónica recoge una perspectiva general de la iglesia: un sacerdote, revestido con ornamentos litúrgicos, parece decir misa. La asistencia, acostada en sillones y bancos, tapados con mantas, duerme. Según la autora, solo una señora responde al sacerdote. «El resto son ronquidos, estornudos y crujidos de la vieja madera …». Juzgue el lector por sí mismo, tras contemplar la fotografía a que aludo (ndr: ver al final del artículo).
Me parece un disparate que un templo sea sucesivamente lugar de culto, sala de estar, local de caridad, y albergue nocturno; que lo sea simultáneamente me parece trivializar, si no ridiculizar, el Sacrificio de la Misa. Lo reitero: no se puede oficiar la Santa Misa ante un público que duerme. Si la iglesia está convertida en dormitorio, habrá que buscar otro lugar adecuado para celebrarla; o mejor: dejar que el templo cumpla los fines para los que fue construido y dedicado, y buscar otro lugar para albergue.
Me parece, además, una burla a miles de católicos que, espero, consideren que cada cosa debe ocupar su lugar. La Iglesia cuenta con numerosas órdenes religiosas y organizaciones asistenciales que, en silencio, sin alardes mediáticos, realizan obras asistenciales de extraordinaria magnitud; y lo hacen con orden: cada cosa en su sitio.
Pienso ahora, en concreto, en una Orden, femenina, cuyo nombre no mencionaré porque ellas prefieren el trabajo en silencio, cuyas dependencias conventuales son de una pobreza absoluta, extrema, pero cuyas capillas, extraordinariamente limpias, pulcras, y hasta lujosas, sí, lujosas, pueden sorprendernos, si no tenemos en cuenta que son así, «porque son para Él». Rezan y trabajan, y lo hacen con orden. Podríamos multiplicar esos ejemplos.
Creo que ya es suficiente. Alguien deberá tomar decisiones ante una situación que, día a día, se supera a sí misma en esperpento, pero también, siempre en mi opinión, en el inadecuado, impúdico, trato de lo sagrado. No estaba mal vender animales en las inmediaciones del templo de Jerusalén; era necesario para los sacrificios. El mal estaba en invadir el templo mismo. Y quien debía hacerlo, tomó las medidas oportunas.
Alguien tendrá que tomarlas. Pues eso, lo que les decía al comienzo: ¿Hasta cuándo, C., abusarás de nuestra paciencia?.
Vicente Ángel Álvarez Palenzuela