Bernanrd Cazenueve, actual Ministro de Defensa de Francia, afirmaba recientemente con claridad y, seguramente, con plena certeza de hallarse en lo políticamente correcto que «el Consejo de Ministros (francés) deliberará sobre la disolución de mezquitas en las que se apele al odio». El odio, término tan vago en el habla cotidiana de hoy en día como cualquiera que no tenga como representación algo material y cuantificable. Rápidamente, nada más escucharle, en lo más profundo de mi interior surgía ineludiblemente una pregunta de la que no lograba resistirme, una pregunta que probablemente no fuera políticamente correcta, pero que no podía dejar escapar y que aquí me atrevo a expresar: La revista de Charlie Hebdo, ¿no apelaba y sigue apelando también al odio con sus viñetas y burlas generalizadoras, blasfemas e insultantes a nivel institucional tanto o más públicamente que ninguna mezquita? Ciertamente la violencia que emana de la revista satírica es únicamente intelectual, no física, aunque no por ello deja de ser violencia, sólo que en este caso se apela a la afamada libertad de expresión, libertad por la que los más grandes mandatarios mundiales han combatido, unidos en el eslogan: «Yo soy Charlie», porque era lo políticamente correcto.
Inmediatamente el ministro francés continuaba, apuntando que los imanes y personas que «prediquen el odio» podrían ser expulsados del país. Y ahora se me venían no ya una, sino un par de preguntas ineludibles: ¿A qué se referirá con odio? ¿Quizás ir a una catedral católica con los mensajes de «No más Papa», «Papa: fin del juego» y «Adiós, Benedicto» escritos en los senos descubiertos de las activistas de Femen que dañaron una campana en la Catedral de Notre Dame eran prédicas del odio? Ciertamente la violencia física de estas activistas no causaron ninguna muerte, pero esto ya era violencia física tanto contra bienes materiales como contra los guardias de seguridad que las expulsaron, porque no me imagino a las activistas saliendo del lugar con cristiana resignación como corderas llevadas al matadero. Sin embargo, también en este caso se apeló a la libertad de expresión. Además, nunca se probaron los daños materiales de la histórica campana y el Tribunal de Apelaciones francés acabó sancionando a dos de los guardias de seguridad con multas entre 300 y mil euros porque «emplearon mucha fuerza» al expulsarlas de la catedral. No digamos ya si la cuestión fuera expulsarlas de la ciudad o del país, esto se alejaría desproporcionadamente de lo políticamente correcto.
Y, finalmente, el ministro francés concluía afirmando que esta guerra contra el terrorismo sería «ganada por la República francesa, por la democracia, en razón de los valores que defendemos y la firmeza con la que llevaremos a cabo nuestra acción». Y aquí ya las preguntas se me venían en tríos: ¿Qué democracia y valores? ¿Los de la Francia, hija primogénita de la Iglesia Católica, que defendió la Declaración Universal de los Derechos Humanos y que fundó la Europa bajo el signo de la corona de doce estrellas de la Virgen María, o los de la Francia de Robespierre y su Declaración de los Derechos del Hombre que, bajo el grito de «libertad, igualdad, fraternidad», provocó el denominado Reinado del Terror con la guillotina como bandera? ¿O serán más bien los valores tan sumamente democráticos que llevaron a Francia a ser la primera nación de la Europa Continental no comunista en despenalizar el aborto en 1975, para que actualmente se realicen más de 600 asesinatos diarios, en contra del primer y más fundamental derecho universal que es el derecho a la vida, con resultados mucho más devastadores que ninguna fuerza terrorista? Ciertamente esta violencia física y mortal no es tan sumamente dramática y visual como la de un múltiple atentado en una capital europea, pero el genocidio mudo del aborto destruye una sociedad por dentro mucho más que ningún atentado. Por supuesto, en este caso se argumenta, no podía ser de otra manera, en favor del derecho y la libertad de las mujeres sobre su cuerpo, aun cuando ya la frágil Declaración de los Derechos del Hombre de la revolución francesa del s.XVIII afirmaba que «La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no cause perjuicio a los demás», pero es que ser tan rígido con la ley no resulta del todo políticamente correcto. Al final, los bebés muertos no votan.
Entonces, la distinción no está en si la violencia es sólo de opinión, si llega a ser física ni si conlleva la muerte de inocentes. ¿Cuál es la diferencia? ¿No será el origen de ésta? ¿Por qué, cuando el daño en Francia lo cometen los franceses, lo políticamente correcto es que no haya consecuencias, sino alabanzas a la libertad de expresión y de pensamiento y, cuando viene de fuera, se propone hasta la expulsión? Y no me atrevo a atenuar aquí ninguna falta cometida por nadie, sino más bien hacer ver que las consecuencias de tolerar el mal sólo conllevan mayores males. Fácilmente podríamos cambiar el discurso y alabar a aquellos que, profundamente movidos por su libertad de credo y de expresión y, seguros de poder decidir sobre sus cuerpos, resolvieron dar un eutanásico cese a su vida por el bien de la sociedad que ellos consideraban mejor para toda la humanidad. Pero la realidad no se transforma con el discurso, se puede maquillar y camuflar, pero la realidad se impone y, si podemos decir con Benedicto XVI y el Emperador de Bizancio Manuel II Paleólogo: «Muéstrame también aquello que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como su directiva de difundir por medio de la espada la fe que él predicaba»; también podremos afirmar: «Muéstrame también aquello que lo «políticamente correcto» ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como la directiva de solapar por medio del discurso los actos ilícitos e inmorales que a los «políticamente correctos» conviene.
Javier Gutiérrez