En la presentación del XVII Congreso Católicos y Vida Pública: «Construir la Democracia: responsabilidad y bien común», organizado por la Asociación Católica de propagandistas y la Fundación Universitaria San Pablo CEU, el presidente de la Fundación Garrigues, Antonio Garrigues Walker, criticado duramente por su inequívoca posición a favor del aborto, propone aprender a vivir en una época «sin demasiados asideros dogmáticos», aceptando que hemos llegado, como sugería Ilya Prigogine, al «fin de las certidumbres», o dicho de un modo menos persuasivo al «ocaso», una categoría con la que Hans Blumenberg pretendía comprender Occidente. Partiendo de un texto de Lucrecio, donde un hombre contempla un naufragio, Pascal concluye: «Vous êtes embarqué»; es decir, es el espectador, el que ve el naufragio, el mismo náufrago, en un tiempo sin certezas.
Garrigues ha defendido la permanencia del ser humano y de la ética frente a los cambios científicos y tecnológicos: «tenemos que afrontarlos cambios de la época actual sin miedo, defendiendo la humanidad y el concepto ético». La propuesta de Garrigues es que la ética, el comportamiento ético, va a ser la única guía válida para transitar con tranquilidad e incluso con eficacia en el mundo que vamos a vivir. No tiene sentido pensar ya en una ética que no limite la exaltación de la hybris humana. La ciencia no ofrece lo que las expectativas del hombre habría puesto en ellas, no responderá finalmente a lo más profundo y persistente del ser humano. Después de referirse a la crisis económica, las desigualdades sociales y el invierno demográfico como los grandes problemas actuales, piensa el jurista que por muchos que sean los cambios la esencia y el espíritu del ser humano no cambiarán básicamente. Seguiremos con todos nuestros sentimientos clásicos: el amor y el desamor, la alegría y la tristeza, la confianza, los celos, las seguridades, los miedos, la fe y la duda.
En su acto de presentación, tuvo un lugar destacado el doloroso problema sobre los movimientos migratorios en Europa: «o empezamos a aplicar políticas comunes en materia migratoria o vamos a provocar movimientos xenófobos». Además, ha señalado que Europa debe responder con pragmatismo, ya que «no se trata sólo de acogerles, sino que hay que integrarles». Así, ha finalizado afirmando que «el siglo XX fue el siglo del hombre económico; el siglo XXI tiene que ser el siglo de la solidaridad».
Echo de menos en su valiosa aportación la dimensión religiosa y trascendente de la existencia humana, la falta de un anclaje religioso para no ceder al extrañamiento y la tragedia del hombre prometeico. Las investigaciones actuales no ayudan sino a oscurecer aún más la condición humana. Un reciente estudio del neurocientífico Jean Decety manifiesta que la religiosidad está directamente relacionada con el aumento de la intolerancia y el egoísmo, no siendo en ningún caso garantía de moralidad, coincidiendo así en su veredicto con el sociólogo Robb Willer, para quien los no creyentes son más compasivos que los hombres religiosos. Por esta vía sólo se produce la exaltación del hombre autónomo, la negación de su ordenación a Dios, la pretensión de una dicha telúrica sin Dios y sin religión.
La cuestión es bien sencilla: ¿qué tipo de hombre es el que ha perdurado, a pesar de los cambios que se han producido a lo largo de la historia? ¿Quién propone la cifra del Dios trascendente y cercano, que juzga y mide la consistencia de la vida del hombre, la presunción ideológica del poder? ¿Caeremos en la banalidad de plantear la correlación inversa entre la ética y la fe, entre Dios y el bien, o será más bien necesario considerar la acción del hombre envuelta en un cuadro mayor, en el misterio de la acción divina, el telos que sustenta una razón que sin Él se hunde en la nada?
Estoy convencido de que el buen samaritano del siglo XXI será religioso o no será, que se precisa la formulación del hombre como imagen de Dios, la vuelta al amor originario, fundante, capaz de iluminar el acto humano, el reconocimiento de una presencia divina en el quehacer del hombre que nos permita una incondicional acogida del ser humano, una responsabilidad mayor frente al presente en un tiempo de dramáticos procesos migratorios y de urgente solidaridad. Sólo esa humildad nos llevará a proteger como un bien único el don sagrado de la vida humana, el derecho del débil, del perseguido, del refugiado, para trascender el invierno demográfico y sus penosas consecuencias en el dinamismo que hace desfallecer hasta su casi extinción a una nación. Ante la ausencia de semejante último horizonte no haremos nada juntos y todo quedará reducido a programas políticos acomodaticios, a cálculos egoístas desprovistos de la necesaria comunión.
Roberto Esteban Duque, sacerdote