Creo que la gran pregunta que más nos preocupa a los seres humanos es ésta: ¿después de la muerte, qué?, pregunta que tiene muy diversa contestación si admitimos o no la existencia de Dios, y a la que nuestra profesión de fe, el Credo, contesta así: “Esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén”. Un filósofo protestante francés, Paul Ricoeur decía: “lo específico del cristiano es la esperanza”.
El motivo de nuestra esperanza es el amor que Dios nos tiene y la filiación divina. La esperanza responde al deseo de felicidad que hay en todos nosotros y nos protege de desalientos y desfallecimientos. Leemos en 1 Jn 3,1: “Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”, mientras para San Pablo somos hijos de Dios por adopción (Rom 8,14-17; Gal 4,4-7; Ef 1,5), y para San Pedro somos consortes de la naturaleza divina (2 P 1,4) y santificados por el Espíritu (1 P 1,2).
Volviendo a la pregunta ¿después de la muerte, qué? Leemos en el You Cat esta hermosa frase de Santa Teresita del Niño Jesús: “No me recogerá la muerte, sino Dios”. Quien muere confiando en Dios y en paz con los hombres, es decir, sin pecado grave, sabe que cambia su vida en este mundo por la bienaventuranza eterna. No nos extrañe por ello que la Iglesia generalmente celebra el día de la fiesta de los santos canonizados el día de su fallecimiento, porque es el día de su nacimiento a la vida eterna. En este punto ha habido algo que siempre me ha dado mucha luz: si a cualquiera de nosotros, la víspera de nuestro nacimiento nos hubiesen dicho que íbamos a ser expulsados del seno materno por un conducto muy estrecho en el que lo íbamos a pasar bastante mal, seguramente hubiéramos protestado, si hubiéramos podido, claro. Y sin embargo hoy celebramos nuestro cumpleaños porque pensamos que es una vida mucho mejor que la que teníamos antes de nacer.
Pues con la muerte sucede lo mismo. A nadie nos apetece morirnos, pues sabemos que es un momento difícil, generalmente acompañado de sufrimiento, que repugna a nuestro espíritu de conservación y con la incógnita de lo que hay más allá. La muerte es el final de la vida terrena, una consecuencia del pecado, pero la fe nos dice que ha sido transformada por Cristo, quien cambió la maldición de la muerte en bendición. Mucho más que en el nacimiento, se trata del paso a una vida mejor, de la que nos dice san Pablo: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Cor 2,9), y en el Prefacio I de la Misa de difuntos leemos: “En él (Cristo) brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección, y así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”. Nos espera la eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la ayuda de la gracia de Cristo.
Pero todo esto tiene una contrapartida, que no podemos ignorar: ¿podemos fallar nuestro destino eterno, es decir, condenarnos? Evitemos un buenismo tonto, tanto más cuanto que Cristo nos advierte muchas veces contra él, y pensemos, que, aunque Dios es claramente parcial a favor nuestro en el asunto de nuestra salvación, sin embargo nos respeta y no quiere en modo alguno forzar nuestra libertad, de tal modo que es verdad la famosa frase de San Agustín: “El Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Muchos textos del Nuevo Testamento nos previenen contra la tentación del buenismo, es decir, que Dios me va a salvar, incluso sin arrepentimiento, por muchas canalladas que haga. Pero del buenismo hablaremos otro día. Hoy toca alegrarnos con nuestros difuntos especialmente a los que hemos conocido, querido y tratado, que el día 1 de este mes, día en que escribo estas líneas, celebran su fiesta de Todos los Santos.
Pedro Trevijano, sacerdote