Creyentes y no creyentes podemos encontrarnos juntos en la defensa de la dignidad de la persona humana. Unos y otros podemos colaborar en una moral sobre la persona, la familia, el amor, el trabajo, la política, la vida y la muerte. Pero antes o después nos veremos obligados a plantearnos el problema del último «por qué» del dinamismo que hay en el mundo y de su sentido final.
Ya en 1946 en el Preámbulo del acto constitutivo de la UNESCO se leía: «La gran y terrible guerra apenas terminada es la consecuencia del rechazo del ideal democrático de dignidad, igualdad y respeto de la persona humana y consiguientemente de la voluntad de sustituirlo, aprovechándose de la ignorancia y de los prejuicios, por el dogma de la desigualdad de las razas y de los hombres». Esta convicción de la igualdad de los seres humanos lleva a la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, tras decir en el artículo 1: «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos», a proclamar en su artículo 2 & 1: «Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, sexo, color, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición».
Cuando se escribió en 1948 la Declaración de Derechos Humanos, uno de sus redactores, Jacques Maritain, explicó que había sido posible el acuerdo sobre cuáles eran los derechos humanos fundamentales, pero no cuál era el fundamento de esos derechos, que para nosotros, los que creemos en la Verdad Objetiva, sólo puede ser Dios, mientras que para los no creyentes, al no existir Dios, es la conciencia personal o la voluntad popular, pero al carecer de un centro de referencia, esos derechos pueden cambiar, como ya está sucediendo con los llamados nuevos derechos humanos, muchas veces en abierta contraposición con los Derechos de 1948. En la concepción relativista el orden social no se ve como reposando en las leyes de Dios o de la naturaleza, sino como resultado de las elecciones libres del individuo y del pueblo soberano. Nos encontramos por tanto con la no existencia de reglas generales universalmente válidas.
Actualmente, el gran problema en torno a la Verdad es: ¿Existe una Verdad Objetiva, sí o no? Ante esta pregunta hay una doble respuesta. Mientras unos pensamos que por supuesto hay una Verdad Objetiva, que el Bien y el Mal son claramente diferentes, que existen una serie de valores eternos e inmutables, los otros por el contrario defienden que no hay verdades objetivas, que todo es opinable y depende del punto de vista desde el que se mire, y que ni siquiera los valores esenciales, como la libertad, la vida, la justicia, el amor, la paz, son objetivos e inamovibles.
Estamos ante un enfrentamiento entre dos modelos sociales contrapuestos: el modelo basado en la cultura del relativismo, asentado en esa doctrina conforme a la cual la sociedad debe construirse a partir de una exaltación de la libertad, y el modelo basado en la defensa de una serie de principios y valores morales, que son los que hacen posible la convivencia. Muchos no aceptan hoy la existencia de Dios, rechazándose los conceptos de naturaleza humana y de verdad moral, y con ello las tendencias positivista y relativista han vuelto a adquirir fuerza. Se intenta engatusar a la opinión pública con «nuevos» derechos humanos, en multitud de casos en abierta contradicción con los derechos humanos de la Declaración Universal y llegando incluso a gravísimas aberraciones, como el intentar destruir la familia, llamar al crimen del aborto derecho y al delito de la pederastia libertad sexual de niños y adolescentes. En España, sin ir más lejos, aunque se trata de una campaña mundial de los que Jesucristo llamó hijos del diablo (Jn 8,44), se ha empezado ya a no respetar la objeción de conciencia, a la vez que los derechos de la familia y de los padres están siendo sistemáticamente vulnerados, y es que «si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» ( San Juan Pablo II, Encíclicas Centesimus annus nº 46 y Veritatis splendor nº 101).
Pedro Trevijano, Sacerdote