Para el cristiano vale el principio que debería valer para todos en todas partes: se presupone la buena fe de las personas y recae sobre quien duda o desafía la responsabilidad de probar lo contrario. Desde esta perspectiva debe leerse también la carta de Pascua de Magdi Allam, una carta al director del «Corriere della Sera» con el anuncio de que su largo proceso de acercamiento al cristianismo había llegado a la meta y que, en la solemne liturgia pascual, el mismo Papa le administraría el bautismo y le nutriría con el alimento más sustancioso: la eucaristía. Si recordamos el deber de la confianza previa es porque no es un misterio que sobre el nuevo «Cristiano» (éste es el nombre que el converso ha querido añadir al suyo) pesa desde hace tiempo una nube de sospechas y de insinuaciones que está ciertamente destinada a alimentarse con los nuevos elementos con los que la Red ya se oscurece.
Los que conocemos personalmente a nuestro nuevo hermano en la fe pero que hemos seguido desde lejos su aventura intelectual y espiritual, leemos libres de prejucios esa vibrante carta al director. La releemos y, aun sin poder compartirla del todo, nos sentimos golpeados por la pasión religiosa y civil que la atraviesa. Y me parecen inaceptables las sospechas de oportunismo sobre una persona que es consciente (y lo declara) de que está firmando una condena a muerte que ya pesaba sobre él y que ahora se repite.
Extraño protagonismo
Además -oponiendo cinismo al cinismo de tantos acusadores-, creo que, con esta abierta confesión de fe, Magdi no multiplica sino que anula completamente ese presunto oportunismo que sus difamadores le atribuyen. Así como los medios responden a la provocación del sacerdote, no del ex-sacerdote, que habla mal de la Iglesia, lo que interesa hoy es el musulmán, no el ex-musulmán, que critica al islam. Allam cuenta con notables dotes profesionales y merecía ascender, pero no hay duda de que sus oportunidades han sido potenciadas por el momento histórico actual. ¡Extraño protagonismo y afán de carrera el del que renuncia, si no fuera por convicción profunda, a semejante «renta disponible»!
En cualquier caso, leyendo sin prejuicios cuanto ha escrito nuestro nuevo hermano en la fe, he de confesar la emoción del creyente que conoce, por experiencia, cuán profundamente puede penetrar Cristo en los corazones y cuánto coraje puede infundir en él, junto con el amor. Para un católico son edificantes las palabras de estima, de confianza, de comprensión profunda que este egipcio ha otorgado y sigue otorgando al Papa alemán y a su magisterio, en el que fe y razón avanzan en acuerdo fecundo.
Su reconocimiento es, sin embargo, definido con cierto radicalismo, cierta impaciencia, quizá un exceso de ardor que -entendámonos- no son propios únicamente de Magdi, sino de todo converso (al menos en los primeros momentos) que queda aturdido por la nueva luz. Así -es propio de cristianos que desconfían de un diálogo que degenere en irenismo- no puedo compartir la condena radical de un islamismo definido como «fisiológicamente violento» y casi como «raíz de todo mal». Todo, para el creyente, es Providencia y a todo corresponde al menos una porción de la verdad: historia y mística muestran las miserias, pero también las grandeza de una fe que se retrotrae a Abrahám y que forja la civilización desde hace dieciséis siglos. Si los frutos han sido a menudo venenosos, ¿lo será acaso todo el árbol? Pero en la carta resuena una impaciencia no del todo compatible con la llamada a la Iglesia para que encuentre el coraje de «anunciar a Jesús también a los musulmanes», para que denuncie cuanto sucede en aquellos países y, en los nuestros, tutele al descubierto a todos aquellos que, como el mismo Allam, han dejado el Corán por el Evangelio.
En realidad, no hay en el mundo institución alguna que conozca mejor que la Iglesia, y más cerca, por experiencia milenaria, la «Umma», la comunidad que venera en Mahoma al último de los profetas. Lo que puede parecer temor (y Magdi lo sabe bien) es en realidad prudencia, y caridad hacia aquellos humildes, pobres e indefensos que llevarían el peso de toda una actitud provocativa y desafiante. El realismo no es diplomacia, política, temor. Cuestión discutible, cierto. Pero es indiscutible lo más importante: que ese cristianismo, sobre todo católico, que hoy tantos creen que deben abandonar, no deja de vencer y conquistar corazones y mentes de quien piensa, ama, sufre y se alegra. De quien, en definitiva, busca una vida digna del hombre. (La Razón)
Traducción: Mar Velasco