Que el Estado tenga derecho a que determinados niños puedan ver la luz y cuáles no, decidir si a un hombre con poder le está permitido conservar la vida o perderla, produce un sórdido estupor y la certeza de que el pensamiento ético ha capitulado ante la vida y los fines de la misma. Incapaz de distinguir un amasijo de células, susceptible de ser destruido, de una persona con su propia dignidad, tratando así la vida que está madurando en el seno materno como material fungible, se prepara el Estado totalitario que reivindica el derecho a matar cuando esté en juego mantenerse en el poder.
El problema es que el uso del poder siempre va unido al criterio ético, haciendo que el hombre actúe de modo magnánimo o como un bárbaro, sacrificando el poder al bien de la vida o despreciando al impotente con infame suficiencia. El poder puede hipertrofiarse, convertirse en violencia y engaño, como está ocurriendo con la reforma de la ley del aborto, el inicuo antídoto, la vergonzosa reforma electoralista de que las menores puedan abortar con el consentimiento paterno, una verdadera gouaille con la pretensión de rebajar cum grano salis la maldad del genocidio del aborto.
En una entrevista concedida a LA GACETA, Lourdes Méndez, diputada por Murcia del Partido Popular, no aceptará la reforma que presenta el grupo parlamentario del PP por considerar que la formulación del derecho a la vida se invierte hasta consagrar el derecho al aborto libre y gratuito. Y es que ninguna madre tiene sobre la vida aún durmiente ningún derecho para matar. Permitir el derecho al aborto, reconocer el derecho a matar al hombre que está haciéndose, llevará como consecuencia y corresponderá por principio el terrible deber de matarlo. ¿Cómo entonces calificar sino de horror quedar a merced de un Estado que dispone sobre el hombre como si le perteneciese, que niega la personalidad (el ser persona), incluso aquella que no llega al acto, como un enfermo mental o disminuido físico o psíquico, o bien está oculta en forma de embrión pero con su propia dignidad?
El presidente del gobierno, Mariano Rajoy, decide, no ya por un plato de lentejas sino por deformidad moral, que el Estado determine quién tiene derecho a vivir o a morir, en qué momento “una vida es indigna de la vida”, situándose así en la vanguardia de “la cultura del descarte”, como diría el papa Francisco, de la cultura abyecta de la muerte, de la desnuda barbarie. Mentir, como lo hace con procaz desafección Mariano Rajoy, incumpliendo su programa político de protección a la maternidad y defensa de la vida, puede ser ventajoso en términos electoralistas, en la estrategia de puro pragmatismo político. No es exagerado afirmar que la cultura abortista coloniza el entramado social, que no existe la convicción firme de que toda vida humana se encuentra desde el comienzo de su devenir bajo la ley moral que prohíbe matar. Pero mentir, como lo hace con obstinación el actual presidente del gobierno, termina por un daño mayor irreparable: no respetarse a sí mismo y provocar la desconfianza de cientos de miles de personas que alguna vez creyeron en él.
Roberto Esteban Duque, sacerdote
Publicado originalmene en La Gaceta