Queridos sacerdotes concelebrantes; queridos donostiarras y devotos de San Sebastián; estimadas autoridades:
Un año más, damos gracias a Dios por poder celebrar la fiesta de nuestro santo patrono. Es de suponer que él, San Sebastián, nunca nunca imaginara en vida, que su memoria habría de ser tan ruidosa… Y no me refiero tanto a los redobles de la tamborrada, cuanto al eco que su martirio ha tenido y sigue teniendo a lo largo de una historia tan dilatada. Un soldado de la guardia pretoriana del emperador romano, veinte siglos después, es para nosotros un referente luminoso. En realidad, es la muerte de Cristo la que resulta luminosa, porque los mártires no han hecho sino intentar reproducir y aplicar las actitudes de Cristo crucificado en sus propias circunstancias.
En efecto, la muerte de Jesucristo no solo es fuente de vida eterna para nosotros, sino que también es un modelo aleccionador sobre cómo afrontar la hora de la prueba: El Señor no devolvió mal por mal; murió perdonando a sus verdugos, e incluso murió obteniendo la conversión de alguno de ellos (como es el caso del centurión romano que estaba presente en el momento de la crucifixión). De esta forma, Jesús nos descubre en qué consiste el verdadero martirio: Mártir es el que da la vida por amor; el que está dispuesto a perder la vida con minúscula, antes de perder la Vida con mayúscula; el que testimonia que Dios es amor, y que no hay amor más grande que dar la vida por aquel a quien se ama (a Dios, sobre todas las cosas; y al prójimo, como a uno mismo).
Pues bien, el martirio de San Sebastián, que es el martirio de Jesucristo, alcanza una particular luminosidad por la actualidad del terrorismo yihadista. En efecto, el término «mártir» está siendo deformado, hasta llegar a ser considerado sinónimo de un fanatismo seudoreligioso que impulsa a la inmolación en atentado terrorista. Se trata de una perversión del término, ya que aquí el «mártir» deja de ser víctima, para pasar a ser verdugo; deja de tener el amor como motor de su vida, para cambiarlo por el odio; su mensaje final deja de ser el del perdón, y pasa a ser la venganza…
Lamentablemente, el inicio del año 2015 se ha visto convulsionado por los atentados del terrorismo yihadista en el corazón de Europa. La opinión pública se ha conmocionado, y los periódicos y las tertulias se han prodigado como nunca, queriendo entender y valorar lo ocurrido. Por desgracia, parece que no terminamos de ser conscientes del drama de la vida, mientras que no acontezca en casa. Arrastramos una visión miope de la historia y de la geografía, por motivo de nuestro eurocentrismo. Sin embargo, ¡hay vida más allá de nuestras fronteras!: el ébola existía antes de que alguien de entre nosotros se contagiase; el drama humano de los subsaharianos existía antes de que las pateras llegasen a nuestras costas; y los cristianos estaban siendo perseguidos en Oriente desde hacía mucho tiempo; antes de que nosotros nos sintiésemos amenazados en Europa…
Lo acontecido en las semanas precedentes, deja patente el riesgo de un choque de trenes entre un Oriente amenazado por el fundamentalismo fanático, y un Occidente amenazado por el relativismo laicista. Sí, se trata de dos modos muy diversos de fundamentalismo, pero, ambos errados. Y, es obvio que quienes vivimos en Europa, identificamos con mucha mayor facilidad el fundamentalismo de Oriente, que el de casa… Sin embargo, en estos días hemos sido testigos de diversos signos que evidencian la existencia también de ese fundamentalismo occidental:
Por ejemplo, el hecho de que se haya pretendido reivindicar el derecho a la blasfemia, como algo inherente al concepto occidental de libertad, es muestra de nuestra profunda crisis de relativismo, además de ser un profundo error desde el punto de vista estratégico, ante el resto del mundo. Sería terrible tener que elegir entre una fe patológica y un laicismo blasfemo e irrespetuoso.
Otro signo que hemos escuchado con frecuencia tras el atentado de París, es la acusación al hecho religioso de ser la causa de la violencia: la raíz de la violencia estaría en las religiones. Según esta acusación, la fe religiosa se creería en posesión de la verdad, de donde nacería toda violencia. En definitiva, la acusación de Marx de que la religión es el opio del pueblo, sería cierta, por lo que el mundo estaría condenado a seguir en guerra mientras la humanidad no superase el hecho religioso. Pero claro, quienes hacen este tipo de reflexiones antirreligiosas, olvidan que en la historia de la humanidad se ha ejercido la violencia en nombre de Dios; como también se ha ejercido la violencia en nombre del ateísmo (al grito de «la religión es el opio del pueblo», decenas de millones de personas fueron asesinadas en el siglo XX); como también se ha ejercido la violencia en hombre de la libertad (¡recordemos la guillotina francesa!); o en nombre de la raza, del dinero, del deporte, etc. Y es que… ¡todo son excusas para eludir la propia responsabilidad! Las causas esgrimidas para justificar la violencia son una mera coartada; olvidando que el egoísmo, el materialismo, la soberbia, el deseo de poder, los celos, la envida… son las verdaderas causas de la violencia.
Mención aparte merece el hecho de que ese choque de trenes entre el fundamentalismo occidental y el oriental, se agrava por las políticas internacionales de los países occidentales, que por ignorar el hecho religioso, han cometido errores gravísimos, los cuales no han hecho sino dar alas a los fanatismos religiosos en Oriente.
En definitiva, la manera de luchar contra el yihadismo no puede ser la burla del hecho religioso, ni la reivindicación de una libertad de expresión para faltar al respeto. Nuestro Papa Francisco ha tenido la valentía de decir en el contexto de su viaje a Asia, que la libertad de expresión tiene sus límites. Sus palabras han sido criticadas, pero sin duda alguna, aportan una bocanada de aire fresco en medio de la confusión: La religión se pervierte cuando justifica la violencia; y la libertad de expresión se corrompe cuando falta al respeto…
Entre una fe fanática y patológica, por un lado; y un materialismo hedonista e irrespetuoso del hecho religioso, por otro; sencillamente no queremos elegir. La alternativa al fundamentalismo yihadista no es la blasfemia ni el relativismo de una sociedad sin valores espirituales, sino una sociedad abierta al verdadero sentido religioso de la vida, en la que se practique el respeto, el encuentro y el diálogo entre todas las religiones, así como el encuentro y diálogo constructivo entre creyentes y no creyentes.
Y volviendo a la fiesta que nos convoca, la figura de San Sebastián dignifica al verdadero mártir: el que no responde al mal con la misma moneda; el que muere perdonando; el que testifica que hay valores demasiado importantes como para regatearles el precio.
La mayor aportación a la paz que podemos hacer en este momento los cristianos, es comprometernos a desterrar de nuestro interior todo odio, todo rencor, todo racismo, toda antipatía. En definitiva, trabajar para que reine en nosotros el amor que inundó a nuestro santo patrono. ¡San Sebastián, ruega por nosotros!
+ José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián
Homilía predicada el 20 de enero del 2015