Quiero profundizar aquí la idea central de la «verdad de la sexualidad», es decir, la idea que la sexualidad humana posee su verdad propia que, sin desvalorizar la bondad intrínseca como vivencia afectiva y sensual, la trasciende y la integra en el conjunto de la dimensión espiritual de la persona humana. […]
La verdad de la sexualidad es el matrimonio. Es la unión entre personas en las que la inclinación es vivida como elección preferencial – «dilectio» – y en la que se convierte en amor, donación mutua, comunión indisoluble, abierta a la transmisión de la vida y amistad en vistas de una comunidad de vida que perdura hasta la muerte. Así, en este contraste preciso – el contexto de la castidad matrimonial que incluye el bien de la persona y se trasciende hacia el bien de la especie humana – es que la vivencia sexual, también en sus dimensiones afectivas, impulsivas y sensuales se presenta también como auténtico «bonum rationis», como algo intrínsecamente razonable y bueno para la razón. […]
Los actos sexuales – a saber, la cópula carnal – y la vivencia sexual, en cuanto actos razonables, son entonces necesariamente y por su propia naturaleza expresión de un amor en el contexto de la transmisión de la vida.
Por el contrario, una actividad sexual que excluya por principio tal contexto, tanto en modo intencionalmente buscado (como en el caso de la anticoncepción referida a actos heterosexuales) como en modo «estructuralmente» dado (tal es el caso de los actos homosexuales) no es un bien para la razón, precisamente como sexualidad y como vivencia sexual. Se pone a nivel de un mero bien de los sentidos, de una afectividad truncada, estructuralmente reducida al nivel sensual, instintivo e impulsivo.
Tal reducción sensual del amor y de la afectividad es también lógicamente posible en el caso de los actos heterosexuales, también más allá del caso de la anticoncepción, y en el matrimonio. Pero en el caso de la homosexualidad esa reducción no es solamente intencional y voluntariamente buscada, sino «estructural», dada por el hecho mismo que se trata de personas del mismo sexo, que por motivos biológicos y por su misma naturaleza no pueden ser procreativos.
La causa última de este tipo de reducción está en el hecho que se trata – sobre la base de las elecciones conscientes y libres – de una sexualidad sin obligación o sin «misión», de una inclinación sensual que no se trasciende hacia un bien humano inteligible por encima de la sola vivencia sensual. La experiencia – también la de los homosexuales practicantes, muchas veces tan dolorosa – lo confirma. […]
En el caso de la homosexualidad, la separación entre sexualidad y procreación es entonces estructural. Por eso se trata también de actos estructuralmente no razonables y, en consecuencia, moralmente no justificables por su misma naturaleza. Son lo que tradicionalmente los moralistas llaman un pecado «contra naturam», aunque en el horizonte de una afectividad orientada hacia la satisfacción del impulso sensual esos actos pueden parecer razonables y justificables y, al menos por un cierto tiempo, pueden ser subjetivamente vividos como tales.
La amplia cultura hodierna de separación entre sexualidad y procreación torna cada vez más difícil la comprensión de la intrínseca no-razonabilidad de los actos homosexuales. Esta cultura, favorita a nivel global por el fácil acceso a los medios anticonceptivos y ahora convertida en algo normal, es el carácter distintivo de esa «revolución sexual» que es también una verdadera y auténtica revolución cultural. Una de las consecuencias de esta revolución es que el matrimonio es cada vez menos entendido como proyecto de vida y más concretamente como proyecto con una trascendencia social, vale decir, capaz de unir a dos personas que miran al futuro y que tienen como objetivo común el de constituir una familia que persista en el tiempo.
En este sentido, las uniones homosexuales no pueden definirse como familias, aun cuando en su seno se encuentren niños adoptados o «hechos» mediante modalidades de tecnología reproductiva. Esas «familias» formadas por parejas del mismo sexo no son más que una imitación de lo que es la verdadera familia: un proyecto realizado por dos personas mediante su amor, su don recíproco en la totalidad de su ser corpóreo y espiritual. Las «familias» de parejas homosexuales no podrán realizar jamás este proyecto, ya que el amor que está a la base de estas uniones – a saber, los actos sexuales que pretenden ser actos de amor esponsal – es estructural y necesariamente infecundo, dada su propia naturaleza.
Por cierto, es diferente el caso de una pareja heterosexual que por razones que son independientes de la voluntad de ambos partner no puede tener hijos y por esta razón adopta uno o más niños. En este caso, en efecto, su unión es por su propia naturaleza – vale decir, estructuralmente – de tipo generativo. Por esta razón es que cambia también la estructura intencional y el carácter moral del acto de adopción: éste adquiere el valor de una realización alternativa de algo para lo cual la unión conyugal está predispuesta por naturaleza, y solamente impedida por «accidens». La no-fecundidad es entonces «praeter intentionem» y no entra en la valoración moral. Así el acto de adopción puede participar en la estructura de fecundidad intrínseca del amor matrimonial.
No se puede decir lo mismo en el caso de una pareja formada por personas del mismo sexo. En este caso, la infecundidad es estructural y es asumida intencionalmente a través de la libre decisión de formar justamente este tipo de unión. Aquí no existe ningún nexo entre el amor matrimonial y la adopción, ya que el primero (el amor matrimonial que incluye la apertura a la dimensión procreativa) está totalmente ausente. Por eso el acto de adopción en una unión homosexual es pura imitación – un acto falso – de aquello para lo cual el matrimonio está predispuesto por su propia naturaleza.
Una última observación: todo juicio sobre la homosexualidad, su intrínseca no razonabilidad e inmoralidad, se refiere obviamente sólo y únicamente a los actos sexuales entre personas del mismo sexo. Pero no se trata de un juicio sobre la mera disposición a tales actos que, aunque se la considere no razonable, no tiene carácter de error moral, en la medida en que esa disposición no es apoyada.
Y mucho menos se trata de un juicio sobre las personas con tendencias homosexuales, sobre su dignidad y su valor moral, el cual puede ser puesto en discusión solamente por la práctica de actos homosexuales y por la elección de un respectivo estilo de vida, libremente elegido como bien, porque constituiría una elección moralmente equivocada y por eso mala, capaz de alejar del verdadero bien humano.
Por el contrario, un homosexual que se abstenga de la práctica de actos homosexuales puede vivir la virtud de la castidad y todas las otras virtudes, llegando también al más elevado nivel de santidad.
P. Martin Rhonheimer, sacerdote de la Prelatura del Opus Dei
Publicado originalmente en Chiesa.expresso