Conocida la Encíclica, cundió el cuestionamiento: el Papa había «condenado a los pueblos tercermundistas a eternizarse en el subdesarrollo». Y era el mismo Papa que un año antes deslumbrara a tantos Gobernantes con su maciza Encíclica «Populorum Progressio» sobre el Desarrollo de los Pueblos.
Y es que «Humanae Vitae» tocaba un punto neurálgico en la estrategia imperialista de entonces: obligar a los países pobres a reducir drásticamente sus tasas de natalidad. Los pobres no debían multiplicarse, porque el pan tampoco se multiplica: que se prohíba a los pobres nacer, y así el pan alcanzará para los ya nacidos. Era Malthus en versión 2.0.
Paulo VI razonó y habló con valentía: si se reconoce como lícito a los cónyuges solucionar un problema familiar recurriendo a los anticonceptivos ¿cómo reprochar o impedir a los Gobiernos la imposición a sus súbditos del método anticonceptivo que juzgaren más eficaz? Y esa imposición ¿no dejaría a merced del poder estatal el sector más reservado y personal de la intimidad conyugal? ¡El Estado metiendo sus manos tiránicas en el santuario de las familias!
Y así fue. ¿Cuánto tardó Mao en imponer a las familias chinas la prohibición penal de dar a luz más de un hijo? Prohibición penal: se castiga con cuantiosas multas en dinero y pérdida de beneficios sociales. Prohibición de dar a luz: si ya está concebido, se obliga a abortar. Y para no caer en «peligro» de nuevos embarazos: esterilización masiva, premiada o forzada. India adoptaría pronto el mismo camino.
Y los Estados de Europa y Norteamérica adecuarían sus leyes para masificar la cultura contraceptiva y legalizar su consecuencia natural, la cultura abortiva. El niño-hijo dejó de ser la alegría que enriquece el patrimonio moral, para convertirse en el temor de una carga-lastre que hipoteca el desarrollo personal, familiar y social. Los presupuestos y los créditos para impedir que nuevos niños sean concebidos o dados a luz llegarán a superar los presupuestos y créditos para asegurar el nacimiento, salud, alimentación y educación de los niños.
Y las naciones se pusieron viejas y ya no fueron naciones, sino museos.Y se quedaron sin fuerzas productivas suficientes para sostener a la población pasiva. Y sus sistemas previsionales colapsaron. Y la creatividad se agotó. Dejar que el Estado meta las manos en el santuario familiar es decretar la ruina de la familia y del Estado.
La caricatura de la «Humanae Vitae» como obra de un solipsista preso de su dogmatismo y ciego ante la realidad cede el paso a un reconocimiento admirativo de la lucidez y coraje de un profeta, experto en humanidad.