Muchos piensan en los místicos como en seres especiales, casi extraterrestres, que están frecuentemente sumidos en extraños arrobos y cuyas peculiares experiencias les hacen vivir en un mundo apare del común de los mortales. Sin embargo la realidad va por otros derroteros. Teresa de Ávila, como su amigo S. Juan de la Cruz, son personas movidas por una fe profunda, sustentadas en un conjunto sólido de valores, pero con los pies bien apoyados en el suelo y la atención bien centrada en las circunstancias históricas de su tiempo y en sus semejantes. Repasando el libro de su Vida o las Fundaciones, asistimos a la peripecia histórica de una mujer que tiene una intuición (aquí cabría mejor hablar de revelación) genial. La encrucijada histórica en la que se encuentra la Iglesia de su tiempo no encuentra su salida en un reforma formal, jurídica; ni de una ruptura de la comunión, sino con la vuelta a una pureza original perdida. Teresa no habla de reforma, cambio o evolución, sino de imponer la «Regla primera» de su orden, ya que en la mayoría se guardaba la «mitigada».
En todo momento es una persona atenta a los pequeños detalles cotidianos; atenta a resolver los inmediatos problemas que le van surgiendo en su complicada misión. Siempre se muestra como alguien lleno de sensatez y sentido común (y yo diría que de un sutil sentido del humor). Ahora bien, nunca olvida lo espiritual ni pierde la confianza en la Providencia. Confianza que, en ocasiones, le lleva a tomar decisiones que parecen temerarias.
La espiritualidad de Teresa y de muchos de nuestros grandes místicos, no es una gnosis, un apartamiento del mundo, sino un estar en el mundo, con todas sus imperfecciones, pero sin obviar el carácter sacro que, de forma latente, toda realidad alberga en sí. Espiritualidad y praxis, contemplación y acción se entrelazan formando un solo elemento. He aquí la famosa frase de los pucheros, tantos veces citada (casi siempre de forma incompleta): «cuando la obediencia os trajere empleadas en cosas exteriores, entender que, si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor, ayudándoos en los interior y exterior».
Teresa es enemiga de los excesos de un misticismo enfermizo que puede conducir a desequilibrios («que aun en los bueno hemos menester tasa y medida para no dar con nuestra salud en el suelo») y dedica el capítulo 6 de sus Fundaciones a combatir estos excesos, en algunos de los cuales, como el caso de las monjas que comulgaban de manera compulsiva, ella intervino directamente.
Su camino es el del realismo, el trabajo cotidiano, la transformación gradual de la realidad y la obediencia. Siempre consulta a su director o a su prelado; siempre actúa en comunión con la Iglesia; nunca quiere salirse de este ámbito porque «si esto no hiciere, no me parecería tenía seguridad mi alma».