No se hicieron esperar las palabras, siempre oportunistas, del académico anticlerical Pérez Reverte, la indignación del progresismo católico y del rampante laicismo, el renacimiento del Polizeistaat, el resentimiento del colectivo gay y de varios partidos políticos.
El obispo de Alcalá de Henares se limitó a mostrar la concepción natural antropológica del ser humano. La naturaleza humana es buena, como todo lo creado. La fe cristiana tiene una confianza absoluta en la bondad última de la Creación. Pero el hombre es ontológicamente un ser libre que tiene pasiones. Y las pasiones pueden inclinar su libertad a la malicia del pecado, percibido como engaño que destruye, como ingratitud y como injusticia. De ahí que la libertad necesita gobierno para corregir los deseos y las inclinaciones que puedan perturbar la vida colectiva.
La Audiencia Provincial de Madrid ha dictaminado que el obispo ejerció su derecho a «la libertad ideológica, religiosa y de opinión de forma pública», sin que sus palabras incitaran al odio, la violencia o discriminación sobre el colectivo gay. Por muy desajustada que parezca su opinión con los valores de la sociedad actual, «eso no la convierte en constitutiva de delito».
Parece ser un éxito semejante dictamen: hay que evitar que la maldad corra más deprisa que la muerte y que el derecho cumpla con su función de exigencia de la realización del mínimo de moralidad. La controversia suscitada por las palabras del obispo sobre la homosexualidad y el aborto ponía en entredicho la parresía, la libertad de pensamiento y de expresión postulada para unos, pero negada con demasiada frecuencia para otros. El trasfondo político e ideológico del recurso de apelación que interpuso el partido político Soberanía de la Razón, evidenciaba la instauración en la sociedad de una pertinaz ética de los derechos del individuo, sin exigencias morales. Cual Jano, la sociedad patentizaba dos caras: por un lado, la idolatría del indiferentismo moral, y por el otro, su deslegitimación radical.
La libertad religiosa no parece estar garantizada ni el culto público asegurado cuando no se respeta el hecho de que todas las religiones tienen derecho a intentar influir en las costumbres, en la ética de la sociedad, tal y como se recoge en el artículo 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Existe el deber de los cristianos de influir en la sociedad para encaminarla hacia valores jurídico-naturales, pero también cristianos, que no pertenecen a la esfera privada. Un cristiano que deja de serlo en la vida pública no es un verdadero cristiano ni conoce en absoluto su fe. Defender la libertad religiosa implica exigir nuestro derecho a exponer nuestras opiniones morales, no permitir que se intente despachar por «convicciones religiosas» que los creyentes deben guardarse para sí mismos argumentos racionales que sólo apelan a la naturaleza humana y al bien común de la sociedad.
El liberalismo democrático se ve contrariado cuando la Iglesia entra en escena en la plaza pública. La antropología individualista del neoliberalismo gradual, apoyada en teorías marxistas y estructuralistas que invitan a deconstruir o reconstruir un mundo nuevo y arbitrario, encuentra en la Iglesia una insoportable oposición al intento político de un cambio cultural gradual en la sociedad, a una indiferenciación sexual y a una cultura de la muerte que han recibido el funesto reconocimiento y amparo legal, negando el mismo Derecho.
La ofensiva ininterrumpida contra la Iglesia supone la legitimación de todas las acciones y deseos individuales. El desarrollo de los valores individualistas ha minado el consenso sobre lo digno y lo indigno, lo normal y lo patológico. Nos gobierna una ética asimétrica. La disyunción de vicio y virtud ha cedido el paso a un proceso de negociación entre la exigencia de la libertad de los adultos y la exigencia de protección de los menores. La ganancia de la autonomía subjetiva y de los derechos individualistas sólo parece verse realizada desde el incremento del control social hacia la Iglesia católica.
La Iglesia es un peligro para el imaginario agonal de la cultura democrática, basado en el interés privado y en el individualismo exacerbado, que no acepta otra mirada que la exterior o la impuesta cuando conviene desde el poder. Donde el poder asume la función de cualquier ámbito de la vida humana, sin ninguna actitud para abrirse a la voz de la verdad y de sus exigencias, será prioritario cegar cualquier otra mirada que no sea la proveniente del mundo.
Aunque parezca pretenciosa la comparación, ahora Reig Plá podría decir como Sócrates: no hay que avergonzarse de ser objeto de injusticia, sino de cometerla. Este obispo, divinamente provocador, ajeno a lo políticamente correcto, exaspera a una sociedad que desvaloriza el ideal de abnegación y estimula los deseos inmediatos, la felicidad intimista, la expansión del bienestar y la dinámica de los derechos subjetivos.
Pero, sobre todo, este obispo molesta profundamente a la ideología de género, a la intencionalidad política de remodelar la naturaleza humana, en una sociedad postmoralista que huye ante el hecho biológico incontrovertible de la diferenciación sexual, del diformismo sexual cerebral -demostrado por la neurociencia- que, unido a la educación y la virtud, construyen la verdadera personalidad y desarrollo humano.
Aunque las palabras del obispo en aquella homilía del Viernes Santo no constituyan ningún delito para la Audiencia Provincial de Madrid, calificarlas -como hace la Audiencia- como una mera opinión de inspiración religiosa convierte al Estado en el principal promotor de una sociedad de inspiración ideológica y basada en la voluntad de poder, en el pensamiento ideológico y en el paradigma del hombre como una construcción modificable. El triunfo del derecho sólo es el comienzo del perfeccionamiento moral.
Roberto Esteban Duque, publicado originalmente en Ecclesia Digital