El 23 de abril se celebra el 450 aniversario del nacimiento de Shakespeare, coincidiendo con la fiesta de San Jorge, patrón de Inglaterra. Una feliz coincidencia, sobre todo si tenemos en cuenta que el gran dramaturgo moriría ese mismo día, 52 años más tarde.
Parafraseando el noble lema que él adquirió y que rezaba «Non sancz droit», debemos decir que cuando se habla de Shakespeare siempre sucede «no sin polémica». Cuando los ingleses empezaban a identificarlo con la figura del poeta nacional, un refinado sabio de Ultramar como Voltaire le definía como un salvaje ebrio, dada su genialidad. Lo cual, naturalmente, no hacía más que alimentar el fuego del orgullo británico, por el que los ingleses lo colocaban en pedestales cada vez más elevados. El famoso actor David Garrick organizó el primer jubileo shakespeariano en 1769, donde lo alabó como a una especie de semidios, generando así un fenómeno llamado «bardolatría».
Mientras su grandeza manaba en cada poro de sus dramas, su fidelidad política y religiosa al régimen protestante nunca fue nada explícita. El hallazgo de un misterioso testamento espiritual de su padre, John Shakespeare, supuso un documento subversivo, inequívoca e irremediablemente católico. Publicado en 1790, privado de sus dos primeras páginas, levantó ampollas, hasta el punto de considerarlo falso. Cuatro años después, el joven William Henry Ireland divulgó la noticia de que había encontrado, en un misterioso baúl, varias de las piezas que faltaban en el enigma shakespeariano.
En un clima de entusiasmo general se dieron a conocer varios documentos originales y autógrafos que finalmente definían al Bardo como modelo de integridad moral y política. Ireland mostró diversos contratos legales que testimoniaban el éxito de Shakespeare como hombre de negocios: una carta a su mecenas (el conde de Southampton), varios contratos teatrales, una carta de amor y una poesía dedicada a su esposa, junto a un mechón de su pelo, que ponían en evidencia su fidelidad conyugal; una carta, en tono extremadamente confidencial, que le había escrito la Reina Virgen en persona. Papeles de los que emerge sobre todo una profesión de fe claramente protestante. Ireland desenterró también algunas copias en bruto de sus dramas que demostraban que las bromas vulgares se habían añadido en un segundo momento. Increíblemente, aquellos documentos estaban en perfecta sintonía con los deseos de todo respetable súbdito británico que se preciase. Así fue como el poeta se convirtió en icono de lo políticamente (y religiosamente) correcto.
Sin embargo, para desgracia de los entusiastas, el prestigioso crítico Edmond Malone tardó muy poco en desenmascarar a Ireland, demostrando que aquellos documentos eran todos falsos. De aquel joven nada más se supo y el enigma de Shakespeare recobró toda su entidad.
Paradójicamente, precisamente aquel documento católico que tocaba tan de cerca a su familia terminó, después de todo, demostrando ser auténtico. A principios del siglo XX supimos así que se trataba de la última voluntad de un alma, un testamento espiritual que había sido redactado por san Carlos Borromeo en persona, que hacía esto con los milaneses que morían (por la peste) sin asistencia espiritual. Los misioneros ingleses que pasaban por Milán consideraron que el documento se adaptaba perfectamente a los católicos de Inglaterra que, perseguidos por el régimen, muy a menudo morían sin recibir los últimos sacramentos.
Hoy, después de años y años de estudios y publicaciones, los expertos han identificado numerosos indicios –en su vida y obra– del probable catolicismo shakespeariano. Hasta el punto de que el arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, lo ha reconocido públicamente. Por otro lado, no se ha publicado ningún estudio reciente que justifique el protestantismo del gran dramaturgo.
¿Fin de las polémicas, entonces? En absoluto, pues el siglo XX fue el tiempo de los llamados «anti-stratfordianos». Se trata de una corriente snob que engloba a todos aquellos que consideran que el zafio William Shakespeare de Stratford, que nunca frecuentó la universidad, debía ser demasiado estúpido e ignorante (quién sabe por qué) para componer aquellas obras inmortales, por lo que se habría valido de alguien que escribiese las obras y quisiera permanecer en el anonimato, alguien a quien él habría prestado su nombre.
Estos se dividen en varias escuelas que avanzan las hipótesis más imaginativas y extrañas posibles, atribuyendo sus dramas al difunto Christopher Marlowe, o a Francis Bacon, al conde de Oxford, o incluso a la reina en persona. La teoría más divertida es sin duda la «pista siciliana» que, lanzando un potente puñetazo en el estómago al nacionalismo británico, sostiene que William Shakespeare era en realidad un calvinista siciliano llamado Crollalanza, emigrado a Inglaterra huyendo de la persecución religiosa.
Ninguna de estas hipótesis podría ajustarse en ningún caso a la verdad, esencialmente por dos motivos. Uno, que en sus obras hay numerosas referencias a Stratford, a la campiña de Warwickshire e incluso a sus habitantes, lo que confirmaría una identidad entre el hombre y el autor, que por otro lado nunca a lo largo de los siglos se había puesto en duda. Y dos: de la lectura de sus dramas emerge un autor profundamente distinto a todos los candidatos posibles, rigurosamente protestantes. Exactamente como William Shakespeare, en torno al cual ya a finales del siglo XVII circulaba el rumor tan inquietante como verosímil de que había muerto papista.
Elisabetta Sala
Este artículo fue publicado originalmente por Páginas Digital. Tomado de Viva Chile