Aún no había llegado el tiempo de los Richard Dawkins y sus romas miríadas de monaguillos teófobos, los devotos predicadores del rosario positivista con su muy pacata fe del carbonero en la ciencia y en esa risible superchería pagana, el llamado progreso. Sin duda, lo peor de la muerte de Dios resultan ser los toscos sucedáneos que han venido a usurpar el espacio del misterio que ocupara la vieja religión.
¿Qué son, si no, las oenegés y toda la ingente industria de la solidaridad y el humanitarismo lacrimógeno que las rodea más que pobres, rudimentarias imitaciones en cartón piedra de la liturgia y el ancestral misterio cristiano? Como en su día el comunismo y el anarquismo, como ahora el culto a la ecología, a la paz universal o la devoción al libre mercado, apenas esconden tras sus dogmas en apariencia racionales y racionalistas otra cosa que no sea religión sublimada. Húrguese un poco en la trastienda moral de su común lenguaje laico y laicista, solo un poco, y al punto reaparecerá el ancestral afán bíblico de redimir a la Humanidad implantando el reino de Dios en la Tierra. Torpes intentos de secularizar la escatología cristiana, apenas eso.
Acaso la mayor mentira de este tiempo de mentiras que nos ha tocado vivir sea la presunción de que la nuestra es una era descreída. Nada más ajeno a la verdad. Éste es un tiempo de dioses de todo a cien. Y sin embargo, con sus pecados, que son muchos, la Iglesia de Cristo ha generado infinitamente menos fanáticos, idólatras y alumbrados que ese surtido carrusel de religiones laicas, el que lleva dos siglos pugnando por ocupar su lugar. Repárese al respecto en la retahíla de temerarios necios que hoy mismo pretenden impartir magisterio sobre la doctrina social del catolicismo al propio papa Francisco. Y al fondo Él, siempre silente, siempre posible.
José García Domínguez
Publicado originalmente en libertaddigital.com