Parecía que no había duda alguna sobre los méritos de Adolfo Suárez como artífice de la Transición y que le han hecho acreedor del unánime homenaje tan sabiamente reflejado en su epitafio: «La concordia fue posible». Sin embargo, como si esos sentimientos de admiración y respeto hacia la figura del primer presidente que ha tenido la reciente democracia española, hubiesen sido un mero disfraz obligado ante el sincero dolor colectivo de todo el pueblo, algunos líderes políticos se han rasgado airadamente las vestiduras tras las sentidas palabras pronunciadas por el cardenal Rouco Varela en su homilía de homenaje a Suárez durante el funeral de Estado en la catedral de La Almudena.
¿Qué ha podido decir el cardenal que tanta indignación farisaica han mostrado esos políticos al escucharlo? ¿Qué secreto encierra la palabra «concordia» que, repentinamente, parece olvidarse que, para hacerla posible, necesariamente hubo antes discordia? Responder a esta pegunta exigiría todo un análisis sociológico profundo sobre los resortes que todavía hacen saltar los sentimientos y resentimientos de los dramáticos tiempos vividos en un tiempo ya lejano pero que parece todavía demasiado presente.
Pero veamos, sin necesidad de profundizar. El cardenal se preguntó en su homilía que si la concordia fue posible con Suárez, por qué no ha de serlo también «ahora y siempre» en la vida de los españoles, de sus familias y de sus comunidades históricas. ¿Es esto políticamente incorrecto? No nos equivoquemos: era una pregunta más que oportuna en unos momentos en que proliferan los movimientos antisistema, las algaradas de un terrorismo callejero que ha provocado decenas de policías heridos, los desafíos separatistas del nacionalismo extremo y ese fondo de ambiguos silencios cómplices de la violencia urbana de los mismos políticos que ahora se rasgan las vestiduras al escuchar la reflexión del cardenal.
No obstante, hasta aquí no parecían «excesivas» las palabras del cardenal en su deseo de resaltar la concordia que nos trajo Suárez. Recordemos a grandes rasgos: la ley de Amnistía de 1976, la legalización del Partido Comunista y, como guinda, la Constitución de 1978 votada por la inmensa mayoría del pueblo. Así lo reflejaba textualmente Rouco: «Buscó –Suárez- y practicó tenaz y generosamente la reconciliación en los ámbitos más delicados de la vida política y social de aquélla España que, con sus jóvenes, quería superar para siempre la guerra civil, los hechos y las actitudes que la causaron y que la pueden causar».
¡Amigo! ¡Aquí entramos en el meollo de la indignación de los hipócritas! Porque cabe preguntarse: ¿Es que todavía no se ha producido esa reconciliación tan sinceramente buscada por Suárez? ¿Es que no se ha superado la guerra civil tal y como quería el tan alabado Suárez de estos días y tan denostado en los tiempos que gobernó la Transición? Más aún: ¿Por qué escandaliza que al hablar de concordia y reconciliación, el cardenal aluda a las causas que provocaron y que « pueden causar» la discordia y el enfrentamiento? Una de dos: o ha desaparecido del panorama político y social cualquier elemento que nos retrotraiga a la discordia, en cuyo caso nadie debiera darse por aludido, o simplemente, se trata de silenciar la existencia de sectores sociales que tratan, con su desafección a la democracia –«la calle para conquistar el poder y no las urnas», se gritaba el 22-N- de provocar un clima de discordia envuelto en banderas republicanas… ¿Qué significan, por cierto, esas banderas sino la pretensión de demoler la monarquía constitucional?
El hecho de que nuestra democracia está consolidada, tal y como afirmaba ayer el portavoz del Partido Popular en consonancia con los «indignados», no significa que no existan grupos que traten de desestabilizarla. ¿O es que estamos ciegos? Lo mismo que se rinde homenaje a Suárez por haber hecho posible la concordia a pesar de las tensiones que tuvo que soportar y que le llevaron a la dimisión, habría que agradecer a quienes, sin pelos en la lengua y sin ataduras políticas, son capaces de alertar sobre los peligros de una deriva que puede hacer inviable la labor emprendida por Adolfo Suárez.
Si es verdad que todos estamos por la concordia, empecemos por evitar todo lo que significa discordia. Pero esto no se ve con los silencios cómplices que algunas fuerzas políticas observan ante el deterioro social que crece al socaire de una crisis que también se trató de ocultar, como hoy se tratan de ocultar los elementos disgregadores que amenazan nuestra paz social. Si el avestruz oculta su cabeza bajo tierra es porque sabe que está peligro, pero de nada le sirve, claro. Ojalá llegue el tiempo en que nadie en España tenga que recordar que aquí vivimos –y morimos- una cruenta guerra fratricida porque ya nos habremos perdonado todos por encima de ideologías… y de tics anticlericales.
Manuel Cruz
Publicado originalmente en Análisis Digital