No pude dejar de rememorar aquella inolvidable película de Louis Malle y sus desgarradoras escenas en que los niños del internado francés gritan adiós a sus compañeros judíos que han sido descubiertos por la Gestapo, al enterarme de que el Parlamento belga había aprobado la eutanasia infantil. Es otra manera de despedir a niños cuya vida no es valorada, ahora con la excusa de que ellos mismos piden «libremente» su muerte.
Aclaremos que la ley no se refiere a la posibilidad de omitir o suspender medios extraordinarios que prolongarían artificialmente la vida de un menor. Esto procede conforme a todos los códigos deontológicos médicos. La reforma, en cambio, legaliza el homicidio directo del enfermo cuando se cumplen ciertos requisitos. El texto legal aclara que «acto de eutanasia» es el «realizado por un tercero que termina intencionalmente con la vida de una persona, a petición de esta última». Para aplicarse a niños se establece que deben encontrarse en una situación médica sin esperanza, padecer sufrimiento físico constante e insoportable que no puede ser aliviado y que ocasione la muerte a corto plazo. Se exige, sí, que sea un menor dotado de «capacidad de discernimiento». Para constatar esta capacidad, un psiquiatra o psicólogo debe examinarlo, explicándole el motivo de la consulta. El médico tratante, a su vez, debe hablar con los padres o representantes legales del menor y asegurarse de que presten también su consentimiento, antes de proceder al acto eutanásico.
No extraña que en la misma sociedad belga se produjera una encendida polémica sobre esta ampliación de la ley de eutanasia. Una carta de más de un centenar de pediatras trató de hacer ver a los parlamentarios que nunca habían conocido infantes que solicitaran morir, así como que las unidades de cuidados paliativos tenían toda la capacidad necesaria para suprimir o aliviar sustancialmente el dolor de los pacientes. También sorprende la incoherencia de la ley, de contemplar para efectos de pedir la muerte una «capacidad de discernimiento» respecto de una persona vulnerable, no solo por la edad y su dependencia respecto de los adultos, sino por la enfermedad terminal que padece.
Uno podría pensar que, si se aplicaran estrictamente y de buena fe los requisitos de la nueva ley, la eutanasia de un niño no podría practicarse. Pero si esto fuera correcto, la ley resultaría ser aún más peligrosa, porque invitaría a saltarse las exigencias y a relajar los requerimientos, pues el mensaje que ella pretende entregar a la comunidad es que un niño con una enfermedad grave posee una vida menos valiosa y puede ser desechada por inútil. Una muestra de lo que el Papa Francisco ha llamado la «cultura del descarte».
Lo que produce estupor es que se ponga sobre los hombros del mismo niño la decisión de poner fin a su existencia. Si esto ya es terrible cuando se trata de un anciano, es todavía más cruel cuando involucra a un infante. Todo el sistema legal y sanitario susurrará al oído del niño enfermo que quizás está siendo egoísta y obstinado al hacer sufrir a sus padres y familiares, al obligarlos a incurrir en cuantiosos gastos, todo por su persistencia en querer vivir, cuando bastaría con decir que sus dolores le resultan insoportables: «Sé un poco más generoso y ayúdanos a no tener que hacernos cargo de ti…». Si esto no es una tortura, está muy cerca de serlo.
Y no hablemos del peso agobiante que se hace recaer en los padres que deberán aprobar o rechazar la voluntad del hijo de que sus propios médicos le quiten la vida.
Cuando el Parlamento belga aprobó una ley de aborto, el rey Balduino se negó a firmarla, y llegó incluso a la abdicación para evitarlo. Organizaciones civiles remitieron miles de firmas al actual monarca para pedirle una actitud parecida, pero el lunes 3 de marzo el rey Felipe sancionó esta nueva forma de eutanasia, que en vez de aliviar el dolor de los niños enfermos, prefiere decirles adiós.
Hernán Corral Talciani
Tomado de Viva Chile. Publicado originalmente en El Mercurio.