«La eutanasia de los niños, la nueva dimensión de un duro poder»

¿Qué han dicho, qué están diciendo, qué dirán sobre la eutanasia pediátrica los profesionales de la bioética, las asociaciones, los Comités de bioética? Probablemente nada: nos encontraremos otra vez con un silencio ensordecedor. La bioética ha fracasado, ha fracasado desde hace tiempo y además sin que nadie se haya dado cuenta.

Hemos de descender una vez más a detalles y mostrar las muchas, variadas y auténticas aberraciones que caracterizan la ley belga sobre la eutanasia pediátrica? Ya son meses y meses (es más, años y años) denunciando sistemática y analíticamente los riesgos de una legalización de la eutanasia, sin que se hayan logrado respuestas significativas, más bien las más diversas formas de indiferencia. Esta indiferencia a primera vista se podría interpretar como signo de una absoluta falta de voluntad de diálogo: cosa particularmente grave, en un sistema cultural, como el secularizado, que asume como un mérito el pluralismo ideológico y de valores, la atención y el respeto por todas las visiones del mundo y por los más variados estilos de vida y sobre todo el antidogmatismo. En realidad, esta indiferencia tiene una calificación aún más grave, que en general se percibe poco y que precisamente por eso ha de ser decididamente sacada a la luz: la indiferencia es el signo explícito –un signo que no se puede imaginar más explícito- del fracaso de la bioética.

En efecto, no importa cuál sea el modo de definirla, es un hecho que la bioética, como horizonte de reflexión interdisciplinar sobre la vida, ha nacido de la exigencia de dar una respuesta razonada, compartida y sobre todo no ideológica a los nuevos desafíos que surgen en nuestra época de progreso de la biomedicina. En pocos decenios se han multiplicado las cátedras de bioética, las asociaciones nacionales e internacionales y los comités de bioética, los libros y las revistas formalmente dedicados a esta disciplina. El interés por la bioética y los procesos de globalización han caminado de la mano. Se ha consolidado un vocabulario, se han definido paradigmas, se han creado escuelas de pensamiento. ¿Con qué resultado? Con el que tenemos ante los ojos. En primer lugar, un completo vuelco de la ética médica, que –abandonado el principio hipocrático de la defensa de la vida- confía al médico, junto a las tradicionales funciones terapéuticas, las nuevas y más sutiles funciones de encaminamiento hacia la muerte.

En segundo lugar, la cristalización (probablemente irreversible) de nuevas formas de hipocresía. Es hipocresía presentar como noble forma de respeto a la voluntad del paciente la decisión de suprimirlo (decisión motivada la mayoría de las veces por razones económicas, sean públicas o privadas). Es hipocresía sostener (como hace la nueva ley belga) que un niño pueda pedir la eutanasia libre y conscientemente, es decir, sin ser inducido o en cualquier caso sugestionado por la actitud que percibe en los padres o los médicos. Es hipocresía minimizar el dato estadístico de la eutanasia pediátrica, como si la cuestión fuese precisamente meramente estadística y no más bien ética y simbólica.

Pero junto al vuelco de la ética médica y a las diversas formas de hipocresía que esta ley cristaliza, hay una consecuencia ulterior que inevitablemente tendrá en ella su origen. ¡La ley pide el consentimiento de los padres para la supresión del niño enfermo! Me pregunto quién se dará cuenta de lo malsano de este principio, que, bajo la apariencia del respeto al prioritario interés de los padres hacia los niños que ellos han traído al mundo, en realidad formaliza la forma más ciega de poder que un ser humano puede tener respecto a otro ser humano, el de decidir de manera definitiva sobre su vida.

Desde hace más de dos milenios en la tradición jurídica occidental el jus vitae ac necis, el derecho de vida y de muerte del padre sobre los hijos venía tachado como bárbaro e inmoral. Ahora viene reintroducido y además de forma políticamente correcta, porque no es atribuido solo al padre, sino conjuntamente al padre y a la madre. Algún amante de la casuística ya se ha planteado cuál debería ser la voluntad que prevalece, cuando los padres tengan opiniones diferentes y uno pretenda la muerte del niño y el otro la vida. Pero solo dejarse involucrar en un debate de esa naturaleza es desconsolador.

¿Qué han dicho, qué están diciendo, qué dirán sobre la eutanasia pediátrica los profesionales de la bioética, las asociaciones, los Comités de bioética? Probablemente nada: nos encontraremos otra vez con un silencio ensordecedor. La bioética ha fracasado, ha fracasado desde hace tiempo y además sin que nadie se haya dado cuenta. La que debía pensarse como ética de la vida se ha transformado en una ética del poder: el poder de quien quiere crear artificialmente y a su gusto la vida en una probeta, de quien quiere artificialmente y a su gusto manipularla, y de quien pretende, también a su gusto y artificialmente, suprimirla. A quien se había hecho la ilusión de que en el mundo contemporáneo se estuviese abriendo, a través de la bioética, una nueva fase de la conciencia moral de la humanidad, la ley belga debería abrirle los ojos definitivamente. Lo que se ha abierto ante nosotros y en las formas más duras e imperativas –las de la ley-, es simplemente una nueva e inesperada dimensión del poder. Quien creía que la vocación de la bioética era elaborar nuevas formas de defensa de la vida debe ahora cambiar de opinión: la bioética se está convirtiendo (y probablemente ya se ha convertido) en la forma más sutil de la burocratización legalista del morir.

Francesco D'Agostino

Profesor de Filosofía del Derecho

Traducido por InfoCatólica. Publicado originalmente en el diario Avvenire

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