El anuncio del ministro de justicia, Alberto Ruiz Gallardón, de llevar al consejo de ministros una reforma de la actual ley del aborto, está desatando muchas lenguas, y permitiéndonos ―¡por fin!― conocer lo que opinan sobre el tema de la aniquilación voluntaria de seres humanos en gestación toda una pléyade de políticos y demás personajes públicos que, hasta ahora, habían logrado pasar más o menos de puntillas sobre tan delicada materia.
Por supuesto que no me estoy refiriendo a los políticos y personajes que se dicen de izquierdas, pues estos ya se sabía cómo iban a reaccionar. Ni más ni menos que como reaccionan ante cualquier propuesta del Partido Popular, ya sea sobre la regulación del tráfico aéreo, o sobre la cuota pesquera en el banco canario-sahariano. A saber: conjurando «la caspa polvorienta de la España nacionalcatólica, el puritanismo dogmático» y demás chorradas de su viejo arsenal retórico. Que si Franco por aquí, que si la inquisición por allá, que si el fascismo, que si el retroceso, que si los curas, los obispos, y toda la Santa Compaña. El que esperase más originalidad por este lado, es que no conoce el implacable carácter del tiempo, ni los males de la arterioesclerosis.
Pero no. Lo realmente interesante del caso es la locuacidad y la necesidad de tomar postura (distanciándose del proyecto de Gallardón) que se ha desatado entre no pocos «notables» del propio Partido Popular. Notables, hasta ahora, ante todo por su disciplinado silencio, y por su proverbial capacidad de amoldarse a las indicaciones que llegaran a ellos «de lo alto». ¡Algo nuevo sucede bajo el sol!
Y la raíz de este espíritu indómito recién estrenado, parece haber sido ―a juzgar por las voces que más se escuchan estos días― el repentino descubrimiento de que la maternidad debe ser algo voluntario.
José Antonio Monago, todavía presidente del gobierno extremeño, lo ha sintetizado así en su mensaje de fin de año: «Nadie puede negar a nadie su derecho a ser madre, ni tampoco nadie puede obligarle a nadie a serlo».
¿No es evidente? ¿No es justo? ¿No es un pensamiento que se impone por mera sensatez y cordura? Y lo es porque apela a un punto clave: el ideal de la voluntariedad de la maternidad. Subrayando que algo tan noble y hermoso como la maternidad, por su propia nobleza, y por la responsabilidad que conlleva, jamás debería imponerse.
Y por ello resulta mucho menos crudo que otros argumentos de estructura voluntarista similar, que han sido tradicionalmente empleados desde el feminismo abortero: «Nosotras parimos, nosotras decidimos», «sólo yo decido lo que entra y lo que sale de mi etc.». A diferencia de estas formulaciones, la llamada a la maternidad responsable le otorga a la decisión relativa al aborto un peso grave, un tono humano y solícito, ... ¡La convierte en un gesto de derechas!
Sin embargo, y a pesar de las distintas connotaciones en juego, el clásico lema de que «sólo yo decido lo que entra y lo que sale de mi etc.», y el nuevo descubrimiento popular de que «la maternidad debe decidirse voluntariamente», comparten la misma esencia, y el mismo patinazo lógico.
La esencia de ambos es, por supuesto, el planteamiento de que algo debe ser decidido libremente por la mujer: Bien sea «lo que entra y lo que sale de su etc.», o bien «el llegar a ser o no madre». Hasta aquí, nada que objetar.
Pero el patinazo lógico, que convierte a ambos argumentos en falacias de tomo y lomo, es que no tienen en cuenta las restricciones que el ámbito de los hechos impone en cada caso al de las posibilidades. Veámoslo:
Si una señorita X ―llamémosla así― nos explicara que ella, de quedarse embarazada sin pretenderlo, abortaría, porque sólo ella tiene el derecho a decidir lo que sale de su etc., me vería obligado a advertirle que está planteando mal el caso. Pues lo está planteando como si retuviera en su poder posibilidades que ya no retiene, porque han sido drásticamente limitadas por los hechos.
Por supuesto, en pleno siglo XXI, la señorita X era inicialmente muy libre de decidir qué introducía en su etc. Pero una vez que una de tales introducciones acabó en embarazo, se produjo un hecho que determinaría el ámbito de sus posibilidades futuras: La señorita X ya no sería libre de decir qué sale de ahí. De ahí saldrá, lo quiera ella o no lo quiera, un hijo. Porque el hijo es un hecho. Y los hechos son irreversibles. Lo único que aún podría decidir, a partir de ese momento, la señorita X, es si ese hijo saldría vivo o muerto de su etc.
La verdadera decisión libre ante la que se encuentra, pues, la embarazada señorita X, ya no es la de si tener un hijo o no tenerlo (esa posibilidad es la que estaba abierta antes del embarazo). La decisión libre en juego es ahora la de si provocar o no la muerte de su hijo ya existente. Y esa es una decisión que tiene evidentes consecuencias morales. Y, si la vida humana se considerara un bien absoluto en este país, debería tenerlas también judiciales. Los hechos, como estamos viendo, restringen el ámbito de las posibilidades. Dicho de otra manera: La realidad ―¡qué le vamos a hacer!― limita nuestra libertad.
Y justo esto mismo es lo que ocurre en el bello escenario de la «maternidad voluntaria» recién descubierta por algunos notables políticos populares:
Si un político P ―llamémoslo así― nos explicara que «nadie puede negar a nadie su derecho a ser madre, ni tampoco nadie puede obligarle a nadie a serlo», me vería en la necesidad de advertirle que está planteando el caso tan mal como la señorita X. Porque, una vez que se ha producido el embarazo, la maternidad ya no es una posibilidad abierta, es un hecho. Y sobre los hechos consumados no hay decisión libre que valga. La decisión libre en juego es ahora la de si provocar o no la muerte del hijo ya existente. La cuestión real, en definitiva, es la de si la madre encargará la muerte de su hijo, o no. Y esa es una decisión que tiene evidentes consecuencias morales, y que terminará destrozando, no sólo la vida de los hijos abortados, sino también el futuro de muchas madres que no quisieron, o no supieron, asumir a tiempo su realidad de tales.
Por tanto, sería de desear que el señor P, y que todos los señores y señoras P que están apareciendo estos días en el partido gobernante, aprendieran a llamar a las cosas por su nombre, a no revestir de honorabilidad lo que no es sino entreguismo, y a comprometerse ya de una vez en la defensa de la vida humana. De toda vida humana, empezando por las de los más indefensos. Y si ese no es su bando, que lo digan directamente, y sabremos a qué atenernos.
Francisco Soler Gil