Recordemos que el mandamiento cristiano del amor es el mandamiento principal, que, por tanto, obliga a todos, y en consecuencia también y, podemos añadir, muy especialmente, a los sacerdotes. Por ello veamos es su relación con el celibato.
Hay que tener cuidado en no confundir el celibato con el no amar a nadie. Por de pronto, nuestras familias, en especial nuestros padres y hermanos, suelen ser generalmente un apoyo afectivo y moral de grandísima importancia. En cambio, una cierta misoginia, una manera de hablar despreciativamente de la mujer, aunque esté acompañada de una vida moral irreprochable, puede frecuentemente no ser más que una manera de justificarse a sí mismo para no amar verdadera y concretamente a nadie.
No nos extrañe, sin embargo, que en la vida de las personas célibes haya pruebas y tentaciones. Muchas crisis son ocasionadas por desajustes afectivosexuales importantes y se manifiestan a través de ansiedades y depresiones. Éstas pueden surgir como consecuencia de nuestras debilidades e infidelidades, pero otras veces, lo mismo que sucedió con las tentaciones de Jesús, el Señor puede servirse de ellas para purificar y acrisolar nuestro amor a fin de prepararnos para una entrega más generosa y radical. En los momentos de dificultad, hay que abrirse sencilla, humilde y sinceramente a otro u otros en busca de ayuda y discernimiento y procurando releer la situación a la luz de la fe en Dios. Los problemas de la virginidad o del celibato no se resuelven con el matrimonio, sino con una mayor entrega y mejor disposición para amar. Y esto es válido para todos los sectores de la vida.
Falla el sacerdocio cuando desaparece la causa por la que se optó por él: el amor apasionado a Cristo. El problema del fracaso sacerdotal no es el del celibato, sino el de la crisis de fe; por lo que va desapareciendo la causa que motivó la elección del sacerdocio: la entrega incondicional a Jesús. Falla también el matrimonio cuando no hay madurez en el amor que lo motivó y al ser de este modo un amor que no se da totalmente, no hay entrega irrevocable.
En consecuencia, no realiza el celibato cristiano quien no vive plenamente el valor religioso, quien no emplee su vida en el amor de Cristo y de su evangelio, quien no se tome en serio su mandato de «Id y predicad el evangelio» (Mt 16, 15), incluso aunque no peque contra el sexto, porque el celibato es testimonio de amor entusiasta, libre y fiel; es decir no algo para amargados, sino para gente que ha encontrado sentido a su vida. No existe el celibato en abstracto, sino que lo que hay son personas llamadas a vivir el seguimiento de Cristo en el celibato, y que, por tanto, vive éste como una historia concreta de amor en el encuentro con el Dios vivo. Pero tampoco se realiza el matrimonio cuando el Dios que es amor está ausente del matrimonio, porque quien renuncia a Dios aleja de sí no sólo a quien es el inventor del amor, sino que además a quien nos da la capacidad de amar. Si Dios no está presente, no nos extrañe que fallen no sólo las vocaciones a la virginidad o al celibato, sino también los propios matrimonios.
El especial seguimiento y presencia de Dios que debiera darse y en muchos casos se da en las vocaciones consagradas hace que, aunque algunos afirman que al ser célibes los sacerdotes y monjes no pueden aconsejar en materias de sexualidad o matrimonio, la realidad nos indica que muchos seglares por propia iniciativa buscan en ellos ayuda en sus problemas religiosos, matrimoniales y familiares. Quienes así actúan y buscan estas ayudas, lo hacen porque piensan que quienes les aconsejan son personas competentes, fundamentalmente por su relación con Dios, pero también por su capacidad de entrega y amor y por sus conocimientos humanos. La presencia de Dios, la oración, el estudio, la experiencia acumulada con tantas personas que solicitan ayuda, hacen que ciertamente muchas personas salgan confortadas de sus encuentros con sus consejeros espirituales. Como consecuencia de esto, muchos monasterios, conventos, casas de ejercicios y confesionarios son centros de espiritualidad.
Pedro Trevijano, sacerdote