Purísima, inmaculada, llena de gracia. Es lo mismo. El 8 de diciembre celebramos con gozo desbordante que María Santísima fue librada de todo pecado, incluso del pecado original, desde el primer instante de su concepción y para toda su vida. Ya en ese momento fue llenada de gracia, en una plenitud creciente, recibiéndola toda de su Hijo divino, al que consagró alma, vida y corazón. «Alégrate, llena de gracia (kejaritomene)» (Lc 1,28), le dijo el ángel al anunciarle a María que iba a ser madre de Dios. De esta manera, con esta plenitud de gracia, Dios preparó una digna morada para su Hijo. Ella es la primera redimida, la más redimida, la mejor redimida. Ella es el fruto primero y más completo de la redención que su Hijo viene a traer para todos.
La Inmaculada es patrona de España, porque ha sido nuestro país el que ha defendido «de siempre» esta cualidad de María, mucho antes de que se proclamara como dogma universal en 1854 por el Papa beato Pio IX. La Orden franciscana luchó a favor de esta causa por todo el mundo. España tiene a gala tener como patrona a la Purísima, y cuando llega este día hace fiesta grande.
Y en esta fiesta de la Virgen, como un anticipo de la misma Navidad que se acerca, el regalo de las Órdenes sagradas. Este año dos nuevos presbíteros y tres nuevos diáconos. ¡Qué día más grande! Es uno de esos días señalados en el calendario con azul de cielo. Por María, azul celeste, y por los nuevos ordenados, que son un regalo del cielo para la diócesis y para la Iglesia universal.
Necesitamos muchos y santos sacerdotes, llenos de Dios, celoso de su gloria, servidores en el ministerio para sus hermanos los hombres, orantes, desprendidos, austeros, entregados. Que vivan la pobreza para estar ligeros de equipaje y tocar de cerca la carne herida de Cristo. Que vivan el celibato como signo de consagración a Dios con un corazón indiviso, en la castidad perfecta, para amar sin quedarse con nadie. Que vivan en la obediencia gozosa a la voluntad de Dios, para servir sin buscar sus intereses ni su propia gloria. Humildes para que brille la gloria de Dios en sus obras, buscando siempre el bien de las almas. Estos son los sacerdotes de la nueva evangelización a la que nos llama hoy la Iglesia.
La mejor pastoral vocacional es el testimonio de una vida entregada y gozosa por parte de los sacerdotes, porque también hoy Dios sigue llamando a jóvenes que están dispuestos a dar su vida entera para servir a Dios y a sus hermanos en el ministerio sacerdotal. –¿Por qué quieres ser sacerdote?, pregunté como rector a un joven arquitecto que un día se acercó a pedir ingreso en el Seminario. –Porque quiero dárselo todo a Jesucristo, me respondió. Era novio y lo dejó para entregarse a Dios. Hoy es un excelente sacerdote. Todos los que hoy son sacerdotes lo son, porque al sentir la llamada de Dios en su corazón, se han encontrado con un sacerdote referente, viendo realizado en él lo que Dios quiere realizar en los llamados. Por eso, hemos de orar al Señor por las vocaciones al sacerdocio y por todos aquellos que ya lo son, a fin de que sus vidas sean el mejor reflejo de Cristo sacerdote entre sus hermanos.
No es fácil ser sacerdote hoy, pero es apasionante. Como no fue fácil a María recibir la llamada a entregar su vida por completo y ponerla al servicio de Jesús. Es admirable la respuesta dada por María y es admirable, en su medida, la respuesta dada por el joven que se siente llamado. A María Santísima pedimos para los sacerdotes y seminaristas la fidelidad al don recibido, porque siendo tan sublime este don, perderlo sería una desgracia inmensa. Para toda la vida, como María. Dios no se merece menos.
La Purísima y las Órdenes van íntimamente relacionadas en este 8 de diciembre, en los albores de la Navidad. Participemos en la alegría que viene de Dios y pidamos que muchos jóvenes que se plantean este camino, no duden como no dudó María en dar el paso para servir a Dios y a los hermanos. Ave María purísima, sin pecado concebida. Mantén en la fidelidad hasta la muerte a todos tus sacerdotes, para que sean dignos ministros del Señor.
Recibid mi afecto y mi bendición:
Demetrio Fernández, obispo de Córdoba