Será quizás la distancia con la que nos asomamos a un texto la que nos impide por exceso o por defecto poder leer lo que allí se dice exactamente. Que si te acercas demasiado te obcecas con una palabra o incluso con una letra sin más, y pierdes el nexo que esa letra tiene con la palabra que la deletrea, así como la palabra con la oración gramatical que permite entender lo que se quiere comunicar. Pero no se resuelve este exceso si caemos en el defecto contrario de tomar tanta distancia que terminamos por no ver siquiera lo que allí se dice propiamente hablando o propiamente escribiendo. Y entonces se suele inventar con más o menos impunidad, con mayor o menor intención ideológica lo que nadie ha escrito pero que tal lector en su atalaya miope nos cuenta pontificando con toda desvergüenza.
Así está ocurriendo con la exhortación del papa Francisco a propósito de la alegría del Evangelio. Y es que no es un certificado para navegantes que en sus propias aguas turbulentas maldicen a diestra y siniestra (nunca mejor dicho) cuando no les cuadra lo que con evangélica libertad está diciendo el sucesor de Pedro como obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal.
Algunos se han puesto muy contentos y otros muy nerviosos, cuando el papa ha dicho que habrá que revisar las costumbres, los horarios, los estilos para que la Iglesia encuentre el cauce adecuado de la evangelización de nuestro mundo actual. Pero ¿quién señala esas «costumbres» que hasta cinco veces se mencionan en la exhortación papal? ¿a cuáles se refiere el santo Padre? El texto no va más allá, pero indica una clave que es la que propiamente nos avisa y predispone para un verdadero discernimiento eclesial: el ardor misionero de anunciar a Jesucristo a nuestra generación, de anunciarlo como una buena noticia que llena de alegría el corazón y de esperanza la ciudad. Y citando Francisco a Juan Pablo II recuerda que «toda renovación en el seno de la Iglesia debe tender a la misión como objetivo, para no caer presa de una especie de introversión eclesial». Efectivamente, de eso se trata. No de dar rienda suelta a los entusiasmos rencorosos o de recluirse con tristeza en los cuarteles de invierno.
Hace unos días hablaba Francisco de esa forma de «progresismo adolescente» que abriga la pretensión de revisar hasta lo más sagrado. Hay que decir que hay cosas, como el papa recuerda un día sí y otro también, que no admiten ninguna negociación pese a que pese a algunos diestros y a algunos siniestros. Hay cuestiones que versan sobre costumbres coyunturales de otras épocas que son las que podemos y quizás tenemos que cambiar, pero hay otras que hemos de custodiar fielmente por responder a la verdad que nos constituye como personas y que nos identifica como Iglesia.
Y esto aunque salten las alarmas que se censuran con la sordina correspondiente, cuando este papa, éste, habla de la vida en todos sus tramos, incluyendo al niño no nacido o al anciano terminal; o de la dignidad de la mujer sin guiños demagógicos; o de la mentalidad dominante que pretende domesticar a los cristianos desde amenazas o adulaciones políticas y sus broncas mediáticas; o de la crítica resentida de la Iglesia dentro y fuera de ella; o la frivolidad de quien juega al carrerismo en la Iglesia buscando piadosamente prebendas, ascensos y cotas de poder; o de la mundanidad que nos hace egoístas, insolidarios, mediocres, incapaces de conmoverse ante el grito de los pobres de verdad. Hay que leer al papa, todos los días que nos dirige su palabra, escuchando lo que dice y atendiendo a lo que calla.
Fr. Jesús Sanz Montes, ofmArzobispo de Oviedo