La tarea del católico no es otra que contribuir a la realización del triple anhelo de Cristo, expresado en las tres primeras peticiones del Padrenuestro, tratar de que Dios sea glorificado, que llegue su Reino, y que todo lo que sucede en la tierra no sea sino eco de lo que acaece en el cielo: Sicut in coelo et in terra (Así en la tierra como en el cielo).
Será preciso, sin embargo, y tal es la tarea de la Iglesia –y nosotros los laicos somos parte viva de esa Iglesia–, convencer a los hombres, sobre todo a los hombres públicos, de que nada lograrán en orden a la consolidación de los individuos y de las naciones, mientras se resistan a poner como base la piedra, la única piedra que ha sido puesta por la mano divina: Petra autem erat Christus.
Nuevamente escuchamos, en nuestros días, el clamor de un antiguo grito: «¡No queremos que Éste reine!». Pero nosotros sabemos que Él es Rey y que es necesario que Él reine, porque sin Él nada bueno es posible: Sin Mí, nada podéis hacer.
Hoy vemos las tristes consecuencias de este apartamiento, de esta expulsión de Cristo: la disgregación intelectual y moral de la sociedad que, negando primero a la Iglesia y luego a Cristo, niega ahora no sólo la ley y la potestad de Dios sino a Dios mismo, de quien no sólo rechaza su poder sino que no quiere siquiera escuchar su nombre.
He aquí un ejemplo: Hace pocos meses, la filial local de la Asociación Permanente de los Derechos obtuvo una sentencia por la cual se prohibió a las escuelas públicas de Mendoza celebrar y conmemorar de cualquier forma a la Virgen del Carmen de Cuyo, su patrona; y al Apóstol Santiago, patrono secular de nuestra Provincia.
Hoy, la misma asociación reclama no sólo que se supriman esas celebraciones sino que se suprima de las escuelas públicas toda conmemoración de inspiración religiosa, que se disponga el retiro de todos los símbolos religiosos y que se prohíba su instalación y exposición en lo sucesivo, que se prohíban también la práctica de la oración pública de los alumnos y cualquier tipo de celebraciones religiosas, así como la participación de representantes religiosos para bendecir edificios, instalaciones, equipamiento, símbolos patrios, etcétera y la realización de lo que llaman «actividad proselitista y/o de propagación de ideas religiosas» con fines de adoctrinamiento.
Por cierto que todo esto va principalmente dirigido contra la Iglesia Católica; y los promotores de estas medidas no se cuidan mucho en ocultarlo y apuntan directamente contra la celebración de misas y la presencia de sacerdotes católicos y reclaman que se prohíba cualquier referencia a Nuestra Señora y se suprima todo patronazgo de carácter religioso, como lo es el de la Virgen del Carmen de Cuyo.
Es una muestra más, una muestra desembozada, de la tentativa de edificar la estructura del mundo sobre fundamentos que Pío XII, hace más de cincuenta años, no dudaba en señalar como los principales responsables de la amenaza que gravita sobre la humanidad: una economía sin Dios, un derecho sin Dios; una política sin Dios.
Decía entonces aquel sabio y santo Pontífice: «El enemigo se ha preparado y se prepara para que Cristo sea un extraño en la universidad, en la escuela, en la familia, en la administración de la justicia, en la actividad legislativa, en la inteligencia entre los pueblos, allí donde se determina la paz o la guerra. Este enemigo está corrompiendo el mundo con una prensa y con espectáculos que matan el pudor en los jóvenes y en las doncellas, y destruye el amor entre los esposos».
Hoy, aquella amenaza se ha convertido en una dura realidad. Lo hemos dicho en otras declaraciones y lo repetimos hoy: Dios ha sido excluido de nuestra sociedad y, si no se lo niega explícitamente, es un extraño.
Y el hombre, separado de Dios, como bien lo señalaba Benedicto XVI, se reduce a la dimensión horizontal, causa fundamental «…de la crisis de valores que vemos en la realidad actual. (...) Cuando Dios pierde su centralidad, el hombre pierde su justo lugar, no encuentra más su lugar en la creación, en las relaciones con los demás… el hombre cree que puede llegar a ser él mismo «dios», dueño de la vida y la muerte».
Como decía sabia y proféticamente el Cardenal Pie hace más de un siglo, el hombre de los derechos humanos se ha convertido a sí mismo en su dios y ha encauzado todo hacia sí mismo como a su último fin: «La moral y el culto debían constituirse en armonía con el dogma; y una vez admitido el dogma de la deificación del hombre, la idolatría de sí se convertiría en un culto racional, y el egoísmo era elevado a la dignidad de religión».
La arremetida de la filial sanrafaelina de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos, que nos afecta de modo particular, está a tono con el nutrido ataque dirigido contra nuestra religión, contra la Iglesia y contra el mismo orden natural, ataque que, como lo demuestra este caso, apunta al núcleo central de la sociedad que es la familia y a una de sus principales funciones que es la educación.
Al socaire de la ideología de género se pretendió redefinir el matrimonio ampliándolo a las uniones del mismo sexo y, en nombre del progreso y de los derechos del hombre, tenemos hoy vigentes en nuestra Patria no sólo el homomonio sino la fecundación artificial; la elección voluntaria de sexo, ya que, en vez de sexo se habla de género, entendido éste no como una determinación de la naturaleza sino como la construcción cultural y psicológica de una identidad; la eutanasia disfrazada bajo el eufemismo de la «muerte digna»; la educación sexual obligatoria con provisión y eventual distribución de material pornográfico explícito; la eugenesia, por ahora limitada a los casos de anencefalia; la esterilización quirúrgica, practicada y promocionada en nuestros hospitales, en abierto desmedro a la dignidad de la mujer; y el aborto, ya vigente, aunque en forma encubierta, por gracia de una triste sentencia judicial y por la promoción y la distribución de sustancias químicas netamente abortivas, como lo es la llamada «píldora del día después» que gratuitamente entregan los centros de salud.
Y sobre nuestras cabezas y sobre nuestra sociedad se cierne la funesta reforma del Código Civil que nimios y despreciables intereses de facción apura en estos días.
«Los cambios legislativos que reflejan la mentalidad de la ideología de género –concretamente, la ley que ha redefinido el matrimonio– no son irreversibles. Y los ciudadanos y legisladores que compartan otra visión del ser y la dignidad de la persona y de la familia son llamados a hacer lo que esté a su alcance para revocarlas», ha dicho recientemente la Conferencia Episcopal Portuguesa en términos que son plenamente aplicables a nuestra situación.
Nosotros debemos dar una respuesta eficaz a estos ataques y la debemos dar como católicos, llevando a la vida pública nuestras convicciones y creencias personales y no divorciándolas, como hacen los liberales.
Nosotros estamos llamados a militar en un catolicismo integral, que abarque todos los aspectos de nuestra vida, pública y privada; y todos los campos de nuestro accionar, la familia, el arte, la cultura, el deporte, la política, las leyes, el derecho y la justicia.
La cristiandad ya está destruida ahora hay que destronar a Cristo de los corazones, tal es la nueva consigna del enemigo, dice el padre Sáenz.
Pues bien, nuestro deber es combatir para que Cristo reine en nuestros corazones y evitar que sea destronado de los corazones de los demás, en los que todavía reina. Pero también lo es extender su reinado, según el mismo mandato de nuestro Redentor: Id y predicad el evangelio a todas las naciones.
Es necesario el fervor apostólico para llevar la salvación de Cristo a todos los pueblos de la tierra. Pero no se trata solamente de predicar una redención personal, sino procurar que los frutos de la Pasión se extiendan sobre el orden todo de la sociedad humana, como ocurrió en otros tiempos, no tan lejanos. Y eso fue la Cristiandad.
Frente a los que dicen lo contrario, afirmamos nosotros que la Cristiandad también ahora es posible. Así como se levantó en medio de la corrupción de la sociedad imperial romana y el desastre de las invasiones bárbaras, hoy también puede levantarse, desde estas ruinas. Con la ayuda de Dios todo es posible.
Por supuesto que no se trata de restaurar la Cristiandad con las mismas formas y con las mismas instituciones con las que brilló en la Edad Media. Ni somos tan ingenuos ni ignoramos los profundos cambios que se han operado en la sociedad desde entonces a ahora.
Sabemos que ha pasado ya aquella época, tan bellamente descripta por el gran papa León XIII en la Inmortale Dei, en la que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados y había penetrado profundamente en las leyes, instituciones y costumbres de los pueblos, pero estamos profundamente convencidos de que, si Dios lo quiere, su restauración es posible.
Se trata, eso sí, como bien dice el P. Alfredo Sáenz, de volver a la esencia de la Cristiandad, que es el reinado de Cristo en el orden temporal. Un reinado nunca perfecto, lo sabemos, en este tiempo de la historia, pero sí ordenado al cumplimiento de las tres primeras peticiones del Pater Noster: la glorificación de Dios, el advenimiento de su Reino y el cumplimiento de su Voluntad, y que esto suceda en la tierra, como ya pasa en el cielo.
Hoy, que tanto se habla de «exclusión social», vemos que Cristo Jesús es el primer excluido. Jesucristo Dios y hombre, su Verdad, su Ley y su Justicia, el orden que, desde todos los siglos instituyó en el universo; y la Iglesia que fundó en el santo árbol de la Cruz, su Trono, están excluidos de la vida social y política de nuestra Patria; y ya ni siquiera relegados al interior de las conciencias o al claustro de las familias, sino en ellas mismas hostigados y perseguidos.
Declaramos, nuevamente, que es tiránico y por lo tanto ilegítimo cualquier gobierno, sea cual fuere su origen, en cuanto se impugne el orden natural mediante leyes, actos o sentencias que tiendan a destruir la familia en sus pilares básicos –el matrimonio entre varón y mujer, el respeto y la promoción de la vida humana en el seno familiar desde el momento mismo de la concepción, el derecho y el deber de los padres de educar a sus hijos sin la intromisión del Estado, el sostenimiento de la autoridad paterna como eje de la organización familiar, el respeto y la autoridad de los mayores–; que menosprecien la vida mediante la legitimación del aborto y la eutanasia, crímenes que claman al cielo; que ataquen el pudor y la inocencia de los niños y de los jóvenes; que promuevan en cambio la promiscuidad, la indecencia, el egoísmo, el hedonismo, el materialismo y el relativismo moral; que impulsen, bajo falsos pretextos de sanidad, la esterilización de los hombres y mujeres de nuestra Patria; que siembren el odio, la mentira, la división y la discordia.
Creemos que, frente a todo esto, debemos intentar la gran empresa de instaurar todo en Cristo, y no otra cosa es la restauración de la Cristiandad, hacer que, sobre todo el orden social, político, familiar, gremial y jurídico, reine Nuestro Señor Jesucristo, como único Señor, Legislador y Juez de los hombres, de todos los hombres.
Sabemos que esta es una misión difícil, imposible a los ojos de los hombres. Pero reiteramos nuestra firme convicción que se nutre en la fe: nada es imposible para Dios.
Proponiendo algunos caminos, terminamos esta declaración con la cita de algunos párrafos de nuestro querido amigo y maestro, el P. Alfredo Sáenz:
«¿Qué hacer?», se preguntaba el padre Sáenz y respondía «Ir a la reconquista de los espacios perdidos, del cristianismo y de la Cristiandad. Amar al hombre moderno no para confirmarlo en su error, sino para que salga de él y se salve. Hagamos como el buen samaritano. El hombre de hoy está tirado: curemos sus heridas, llevémoslo al mesón de la Iglesia. Tratemos de que los que están a nuestro cuidado le preparen un trono en su corazón».
Y en cuanto a la Cristiandad, continúa diciendo, «recordemos que San Agustín la pensó en el derrumbe del Imperio Romano, en medio de una crisis tremenda. No podemos permitirnos el lamento, esforcémonos en lo que esté en nuestro alcance. La Cristiandad fue una realidad histórica, no una utopía. Una sinfonía entre el cielo y la tierra, en perfecta comunión, ángeles, santos y hombres, alabando a Dios. No hay que hacer una nueva Cristiandad, como quería Maritain, basada en la fraternidad humana. Se trata por el contrario, de volver a la esencia de la Cristiandad, al reinado de Cristo en el orden temporal».
«¡Sí!: está a nuestro alcance integrar el pequeño grupo, trabajar para que Él reine restaurando la familia y la sociedad. Volcarnos al ámbito de la cultura, ámbito elegido por el enemigo, fundando colegios, universidades, familias católicas. Para concretar este programa incluimos la fórmula OEA: Oración (vida espiritual, virtudes, sacramentos) – Estudio (la crisis es cultural, acceder a autores y libros serios para formarse, grupos de formación, conocer la doctrina del enemigo para refutarlas, y la doctrina de la Iglesia) – Apostolado (celo apostólico y ardor del alma para que lo encendamos en el pajonal de la Historia)».
A instaurar nuevamente ese reinado nos instaba con ardiente vehemencia el papa Pio XI en la encíclica Quas Primas: «Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse felizmente a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador. Preparar y acelerar esta vuelta con la acción y con la obra, sería ciertamente deber de los católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad. Estas desventajas quizá procedan de la apatía y timidez de los buenos, que se abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia. Pero si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor».
El beato Juan Pablo II, hombre de nuestro tiempo, no decía otra cosa: «Al converger en Él este doble primado, tenemos, pues, no sólo el derecho y el deber, sino también la satisfacción y el honor de confesar su excelso señorío sobre las cosas y sobre los hombres que, con término ciertamente ni impropio ni metafórico, puede ser llamado realeza… Éste es el nombre del que nos habla el Apóstol: es el nombre del Señor y vale la pena designar la incomparable dignidad, que compete a Él solo y le sitúa a Él solo en el centro, más aún, en el vértice del cosmos y de la historia».
Si, pues, reconocemos su señorío, debemos empeñarnos en que, aun en este tiempo que pasa, se haga efectivo, no sólo para su mayor gloria sino para el bien de los hombres.
«Hay un proverbio alemán que dice «cuando se pierde el coraje todo está perdido» y otro latino que dice «cuando se pierde la lucidez se está al borde del abismo», pero ¿qué pasa cuando se produce la intersección de ambas perdidas? El coraje tiene que ver con la voluntad y la lucidez con la inteligencia. Católicos sin coraje, forman católicos de gabinete, no combatientes; por otro lado una voluntad sin lucidez suscita un luchador que se vuelve inoperante, pues no conoce quién es su enemigo ni con qué medios combatirlo. Pero cuando ambas cosas se desposan tenemos al católico militante, no vegetante, el contemplativo y el activo»
Nosotros estamos llamados a ser católicos militantes, no rehusemos esa dignidad a la que Cristo nuestro Rey nos llama.
¡Viva Cristo Rey!
Ricardo S. Curutchet, Presidente del CIDEPROF (Centro de Investigaciones de la Problemática Familiar), asociación argentina dedicada a la defensa y promoción de la Vida y la Familia según la doctrina católica
*Utilizo esta bella expresión que el R. P. Alfredo Sáenz atribuye a Santo Tomás de Aquino y que citó en la ponencia que expuso en la Universidad Autónoma de Guadalajara con ocasión del otorgamiento del doctorado honoris causa que le fue conferido el 27 de octubre de 2013. Para la preparación de esta declaración he utilizado el espíritu y varios párrafos de esa conferencia, así como textos y citas del capítulo primero de su libro «El Cardenal Pie. Lucidez y coraje al servicio de la verdad» Gladius, Buenos Aires, 2007.