El día de San Martín de Tours, en el Breviario de ese día encontré dos veces la siguiente frase: “Martín, pobre y humilde, entré en el cielo cargado de riquezas”.
Si hay algo que todos tenemos claro, es que cuando morimos, no nos llevamos nada para el más allá, Nuestro dinero, nuestras posesiones, todo lo que nos acompaña en este vida, se queda aquí y ya no podemos disponer de ello. Por ello cuando leía la frase del título de este artículo, no puede por menos de pensar a qué se refería. Dicho de otro modo, ¿qué nos llevamos para el más allá?
Lo que nos llevamos para allá es sencillamente nuestra vida, con sus cosas buenas y malas, aunque sobre esto haya que matizar. A nuestra muerte nos espera el juicio particular, sobre el que dice el Catecismo de la Iglesia Católica:
“La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo. El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro y la palabra de Cristo al buen ladrón, así como otros textos del Nuevo Testamento hablan de un último destino del alma que puede ser diferente para unos y para otros” (nº 1021).
“Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (el Purgatorio), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre.
‘A la tarde te examinarán en el amor’ (San Juan de la Cruz)” (nº 1022).
El juicio particular va a ser por tanto un juicio sobre nuestra, sobre mi vida: Ahí no me van a valer excusas del tipo que otros, que hubieran debido darme ejemplo, se portaron peor que yo. ¿Pero tengo que responder de todos mis actos? Ahí me voy a encontrar con una muy notable excepción. Mientras mis buenas obras permanecen, de mis malas obras sólo tendré que responder de aquéllas de las que no me he arrepentido, porque para eso está el sacramento de la confesión. Dios me perdona mis malas acciones, siempre que me haya arrepentido sinceramente y le haya pedido perdón.
No es por ello extraño que de San Martín se diga que era pobre y humilde, pero por eso mismo entró cargado de riquezas, sus buenas obras, en el cielo. La Iglesia nos recuerda que la verdadera dicha reside “sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor”(nº 1723). Recordemos también que Dios no es imparcial en el asunto de nuestra salvación, sino que desea que todos nos salvemos, aunque respeta nuestra libertad.
De todos modos ante el tema de la muerte, una de las cosas que más me han impactado fue la reacción que tuvo ante ella santa Teresita del Niño Jesús. La cuenta en Historia de un alma:
“El día de Viernes Santo, Jesús quiso darme la esperanza de ir a verle pronto en el cielo… Apenas me acosté. sentí como un flujo que subía borboteando hasta mis labios. No sabía lo que era, pero pensé que me iba a morir y mi alma estaba inundada de alegría… Mi alma se llenó de un gran consuelo, estaba íntimamente persuadida que Jesús en el aniversario de su muerte quería darme a conocer su primer llamamiento. Era como un dulce y lejano murmullo que me anunciaba la venida del Esposo”… “La esperanza de ir al cielo me llenó de alegría”. Al día siguiente, el hecho se repitió y “el buen Jesús me dio el mismo signo que mi entrada en la Vida Eterna no estaba lejos”.
Recuerdo que cuando lo leí por primera vez, tuve una exclamación admirativa, pero muy poco académica: “¡Jo, qué tipa!”. Ante ejemplos así, está claro que vale la pena pedirle a Dios el don de la alegría y pasar por este mundo haciendo el bien.
Pedro Trevijano, sacerdote