Aprovechando el puente del Pilar, he ido por primera vez en mi vida a Medjugorje, donde desde 1981 hay unas apariciones de la Virgen sobre las que la Iglesia ha nombrado una Comisión Internacional de investigación, comisión que todavía no se ha pronunciado. En mi visita, de sólo tres días no he presenciado ningún hecho espectacular ni nada extraño, por lo que me voy a ceñir a lo que realmente me importa: Medjugorje y la confesión.
Muchas veces he comentado que la crisis del sacramento de la confesión se debe a que los fieles no se acercan al confesionario y a que los sacerdotes no nos metemos en él, y que nos tocaba a los sacerdotes romper este círculo vicioso sentándonos a confesar. Hoy, afortunadamente, se ven síntomas de mejora por ambas partes. Cada vez más gente experimenta la necesidad de confesarse, y aunque ver al psiquiatra y al psicólogo es algo bueno, y yo mismo he recomendado en algunas ocasiones a mis penitentes acudir a ellos, es indudable que el problema religioso es con relativa frecuencia, el nudo del problema y eso nos toca a los confesores. Había oído hablar de Medjugorje como el confesionario del mundo, lo que sucede también en otros grandes santuarios y lugares de peregrinación, y que Juan Pablo II incluso había dicho. «si no fuese Papa iría a Medjugorje a confesar allí». Pasé unas cuantas horas en el confesionario y me gustó mucho la charla que nos dio un canadiense, (que tras una vida demasiado mundana, lo ha dejado todo para quedarse a vivir allí dando testimonio de su conversión). Enormemente amena, resumió su vida en tres palabras: matrimonio, adulterio, divorcio, matrimonio, adulterio, divorcio y así sucesivamente. Finalmente, le tocó la gracia, de lo que culpa a su madre, y del rosario diario por él durante treinta y ocho años. Y así pudo un día escuchar las maravillosas palabras: «Yo te absuelvo», por lo que guarda un enorme cariño y veneración a los sacerdotes.
Cuando me senté a confesar me gustó mucho que, antes de iniciar las confesiones, cogieses unas tablitas en las que indicabas los idiomas en que podías hacerlo. En cambio, encontré el fallo que en el confesionario hacía demasiado calor, lo que en verano puede ser una pega seria. En cuanto te sentabas, y a pesar que estábamos unos cuantos sacerdotes, muy pronto tenías cola, aunque no tan grandes como las que me dijeron hay en verano y donde por supuesto, aumenta también el número de sacerdotes confesores.
En cuanto a los penitentes, el grupo más numeroso por nacionalidad con diferencia era el italiano, como sucede casi en Santiago de Compostela, donde después de los españoles son con mucho los más numerosos. Como es lógico en un lugar de peregrinación, abundan mucho los que vuelven al sacramento de la Penitencia después de bastantes años y te encuentras con problemas de toda clase. Pero me he encontrado con un nuevo tipo de penitente, para mí prácticamente desconocido hasta llegar allí: el penitente que lleva muy pocos días sin confesarse, dos o tres y que vuelve a hacerlo, no porque tenga necesidad ni por escrúpulo, sino por algo que yo llamaría finura espiritual: gente que tras unos días de oración intensa, descubre que en su vida hay como unas manchas en las que por decirlo así, la aspiradora no ha entrado nunca completamente en ellas, y sienten la necesidad de hacerlo. Oyéndoles confesar, no podía por menos de pensar que la delicadeza femenina de la Virgen, les hacía caer en la cuenta, que, aunque anteriormente arrepentidos, su arrepentimiento en esos puntos podía y debía mejorar.
Lo que la Virgen fundamentalmente pretende es darnos paz y llevarnos a Jesús. Y resulta curioso que ello es lo que buena parte de los peregrinos de Medjugorje encuentran allí: paz, serenidad, felicidad. Y me duele entonces pensar cómo a tanta gente le ha quedado un recuerdo horrible de sus confesiones, cuando lo que le debía haber quedado es la sensación maravillosa del encuentro con un Dios que nos ama hasta el punto de morir en una cruz sencillamente porque nos quiere.
P. Pedro Trevijano