Debemos asumir que una liturgia bien celebrada aumenta necesariamente la virtud teologal de la fe y, como consecuencia, se traduce en una existencia moral coherente desde el principio cristiano de vivir lo que se celebra cuando se ha celebrado la vida con mayúscula. Desde esa perspectiva unitaria hay que advertir, como contraste llamativo, el efecto pernicioso para la vida cristiana que supone una liturgia tergiversada que hace descender la fe y ello concluye con una vida moral alejada de Dios. Miremos el pasado más cercano para avalar lo dicho:
Tras la clausura del Concilio Vaticano II, en 1965, surgió en el mismo seno de la Iglesia lo que podría llamarse el «cisma silencioso» que, lejos de aplicar un concilio que de hecho era providencial para la Iglesia, lo que hizo fue hacer propios los pecados estructurales del mundo para acercar así la Iglesia al hombre moderno que había que evangelizar. De ese modo, en vez de evangelizar a la humanidad (potenciando así todo lo humanamente bueno) sucedió la secularización interna de la Iglesia que caminaba a pasos firmes hacia una concepción inmanente de empresa de fines de interés temporal.
Y lo primero que sufrió la Iglesia recién salida del Vaticano II fue una sacudida mortal en la interpretación de la reforma litúrgica, propiciando unos abusos tan descomunales que hasta el mismo Papa Emérito (entonces cardenal) Benedicto XVI llegó a declarar en su famosa entrevista del periodista Messori que muchas celebraciones litúrgicas producen «escalofríos a la par de una mediocridad celebrativa» (ver «Informe sobre la Fe», 1985, capítulo de liturgia. de dicho autor). Por tanto, siendo buena la reforma litúrgica, lo que se interpretó profusamente tras el concilio era una nueva liturgia que asumía como propios estos gravísimos errores:
- Merma de la sacramentalidad
- Eliminación del sentido de misterio
- Pérdida del carácter sacrificial en la Santa Misa
- Ambigüedad sobre la presencia real de Cristo en la Eucaristía
- Secularización del sacerdote
Estos errores llevan necesariamente a un descenso de la fe, pues acudir a una celebración litúrgica donde el sentido sagrado se eclipsa ante la impronta folklórica, el misterio desaparece ante la aparición de añadidos artificiosos, la Eucaristía se vive como solo banquete pascual (olvidando que Cristo muere en la cruz antes de resucitar), la misma transubstanciación se invalida desde una teología modernista más cercana a lo simbólico que a lo ontológico, y, como remate de todo lo anterior, el sacerdocio ministerial cede ante una concepción solo humanista más cercana al político o sindicalista que al hombre que actúa «In Personae Christi» para llevar a los demás cerca de Dios, todo ello desemboca en una vida moral relativizada donde:
- Los sacramentos (bodas, bautizos, comuniones...) se celebran sin sentido religioso
- Las verdades de fe se rechazan al no poderse explicar desde la sola razón
- La confesión sacramental se elimina, al igual que toda mediación eclesial, desde una óptica humanística autosuficiente
- La misma eucaristía se convierte en solo acontecimiento sociológico
El sacerdote solo es valorado en relación a su mimetismo con los contravalores de la posmodernidad
Por tanto, concluyamos con la necesidad de recuperar una liturgia viva, auténticamente católica y en comunión plena con la Iglesia, para hacer el camino inverso en el ámbito de la fe que lleve a la regeneración en la vida moral con efectos firmes para la Caridad fraterna (comprometida desde el Amor a Dios) por encima del vago humanismo (de consecuencias parciales del tipo ong de temporada)
La liturgia bien celebrada nos ayuda a creer mejor y a vivir de verdad lo que creemos.
P. Santiago-César González Alba, sacerdote
Publicado originalmente en el blog "Adelante en la fe"