Tengo en la memoria el recuerdo de haber leído que Santa Teresa de Jesús lloraba por la conversión de los pecadores. No es la única mística a la que la compasión por las almas llevaba al llanto. Hubo un tiempo en que la Evangelización de los pueblos y naciones era motivo de vocaciones para salvar almas y convertir infieles. Aquello parece haber pasado por la pátina de la historia y en cambio, nuestro evolucionado siglo XXI se encoge de hombros frente al ateo, el agnóstico, el relativista, el indiferente o el devoto de otro credo. No existe ninguna pasión por convertir almas, por salvar pecadores. En definitiva, el pecado se ha difuminado en a una categoría de mínimos. No hay que acongojar al prójimo, la fiesta de la fe es una solidaridad ecuménica, donde todo el mundo es bueno, y basta con compartir el pan para que todos queden saciados.
¿Dónde se ha dejado la luz de la Verdad?. La luz de la fe que orienta en la oscuridad de un mundo que olvida con suma facilidad que hemos sido convocados al Amor. Y que nuestro horizonte no tiene otra meta que saber donarse al servicio de los demás. Odiamos entrar en esa dinámica de tener que ceder parte de nuestra autosuficiencia para reconocernos siervos de un Dios que enviado a su Hijo a encarnarse para correr nuestra misma suerte, para vencer precisamente el mal, el pecado, la muerte. Todo aquello que forma parte consustancial del ser humano y que sin embargo tiene posibilidades de ser superado por la fuerza de la gracia.
Hoy escasean los evangelizadores y sobran agentes sociales de grandes ONGS que se diferencian muy poco de otro tipo de organizaciones benéficas, que no tienen como razón de ser una fe que invita a servir al prójimo, a convertir el mundo en una sociedad de hermanos. Y sin embargo la Iglesia en cada eucaristía nos recuerda que oremos por todos aquellos que están alejados de Dios. Y a cada cristiano se nos envía después de la misa a proclamar la Buena Nueva. Y salimos de allí para refugiarnos en nuestras vidas calculadas y metódicas, hasta la siguiente semana.
Los grandes pensadores, los eruditos y teólogos se han empeñado en explicarnos que hay salvación en otras religiones, lo que no deja de ser la causa de que hayan enfriado los motores de los ministros de la eucaristía y de los agentes pastorales. No hay ningún interés en dar razones de nuestra fe, en explicar que hemos recibido un gran tesoro que guardamos en vasijas de barro, pero que también estamos obligados a compartirlo con aquellos que viven alejados de Dios.
Por extraños caminos asociamos religión con moralismo, puritanismo, beatería. Hemos creado decenas de términos despectivos para rebajar la fe a un conjunto de normas difíciles de cumplir. Y todo ello obedece a mi juicio a ese desinterés por mostrar lo más importante, que Dios está con nosotros, que se manifiesta a través de la historia en lo más sencillo, lo más débil y vulnerable. Que esa es precisamente la grandeza de nuestra fe. Que hace vivir por Cristo, con Él y en Él en la unidad del Espíritu Santo.
No estamos solos. Y no podemos dejar solos a los demás. Abandonados a su suerte. Sin que nos importe lo más mínimo que no vean el resplandor de la luz entre las tinieblas y el caos de un mundo en evolución permanente. Y como dice el Papa, la Iglesia no crece por proselitismo, sino por el testimonio. Pero es que andamos escasos del testimonio de vidas en las que se el rostro quede iluminado por la gracia de Dios.
Tal vez hemos olvidado que los detalles son imprescindibles para dar testimonio. El santiguarse antes de un viaje, no es otra cosa que encomendarse al Señor, el decir que estamos en sus manos. El bendecir la mesa antes de cada comida, es una ocasión para agradecer que estemos en un continente donde todavía se puede saciar el hambre. Gestos, palabras, señales que han ido eliminándose de la raíz de un pueblo que las incorporó precisamente para dar testimonio de su fe.
Nos hemos quedados «sosos». Y si no sabemos explicar cada uno de los actos que realizamos en el nombre de Dios, merecemos presenciar la caída del cristianismo y la pérdida de las raíces cristianas en esta Europa laica y pluricultural.
Carmen Bellver
Publicado originalmente en El blog de Carmen Bellver