Somos muy sensibles a lo que sale en la prensa, y parece que lo que no sale en los periódicos no existe. Para el creyente, sin embargo, su referencia es el juicio de Dios: qué piensa Dios de esto, como seré juzgado por Dios en aquello. «Ten presente el juicio de Dios, y no pecarás», recuerda una clásica sentencia cristiana. El examen de conciencia consiste en ponerse delante de Dios y dejarse iluminar por su juicio, siempre misericordioso y consonante con la verdad. Dios me conoce, sabe mis intenciones mejor que nadie, mejor que yo mismo. Dios que me conoce, me ama, me perdona, me estimula a ser mejor, y desde esa perspectiva acepto ser corregido, porque a la luz de ese amor me es más fácil ver mis deficiencias, mis pecados.
El juicio de Dios se muestra implacable con los que plantean su vida en el lujo, el derroche, la vida disoluta y consiguientemente no se acuerdan de los pobres que no tienen ni siquiera lo necesario para vivir. Hay muchos «lázaros» a las puertas de nuestras casas, en nuestro ambiente de pueblo o ciudad: gente sin trabajo, sin una vivienda segura, sin futuro, jóvenes enganchados a la droga y al sexo fácil sin afán de superación, personas derrotadas por el alcohol, enfermos incurables, situaciones que suscitan lástima en quien las contempla. En unos casos, el sujeto tiene su culpa; en otros, son víctimas del mundo en que vivimos. En todos, las heridas están ahí y supuran.
Y levantando la mirada, son millones de personas en el mundo las que no tienen lo elemental para vivir: comida escasa, cuando no se mueren de hambre; sin asistencia sanitaria, expuestos a la muerte por cualquier motivo que podría curarse fácilmente; sin una familia estable que sirva de cobertura y dé seguridad; sin acceso a la cultura elemental; incluso, sin que les haya llegado la buena noticia de Jesucristo redentor.
No podemos pasar indiferentes ante estas situaciones. El juicio de Dios llega a nuestra conciencia para decirnos que somos responsables de tales injusticias. No echemos la culpa a Dios de lo que hacemos mal los humanos, y pongámonos a la tarea de hacer un mundo más justo y más fraterno, precisamente porque tenemos un mismo Padre Dios. No podemos plantear nuestra vida en el lujo, en los banquetes, en la ropa de moda, en los viajes de placer, en el gasto sin freno, cuando en el mundo, cerca o lejos de nosotros (hoy nada está lejos), hay tantos pobres sin lo elemental para vivir. No tranquilicemos nuestra conciencia repartiendo algunas migajas de lo que nos sobra, pues todo lo que hemos recibido tiene una hipoteca social. Nos es dado para administrarlo en favor propio y en favor ajeno. No somos dueños absolutos de nada, aunque tengamos derecho a usar lo necesario.
Las personas e instituciones de Iglesia hemos de tener delante de los ojos esta parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (Lc 16,19-31), porque creemos en el juicio de Dios, que nos pedirá cuentas del talante de vida que hemos llevado, de cómo hemos administrado los bienes, los propios y los institucionales, de cómo hemos atendido a los «lázaros» de nuestra puerta y del mundo entero. Y el juicio de Dios será implacable para quienes no tuvieron esa perspectiva de eternidad, a la luz de la cual intentaron ser justos en su vida terrena.
Las heridas de nuestros contemporáneos están clamando misericordia por parte de quienes hemos conocido el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús y hemos recibido ese amor en el don de su Espíritu Santo. Salimos al encuentro de nuestros hermanos necesitados no sólo porque su necesidad y su carencia claman al cielo, sino porque Dios está de su parte y reserva un juicio severo para quienes, ante tales situaciones, no abrieron su corazón a la misericordia. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).
El que no es capaz de amar, provocado por la necesidad de sus hermanos, se va incapacitando para recibir ese amor que le espera en la vida eterna. Se cierra al amor, y en eso consiste la condenación eterna. El que no atiende a su hermano necesitado se pone en peligro de condenación eterna, como le sucedió al Epulón del evangelio, y nos recuerda Jesús ante el juicio final: «Tuve hambre y no me disteis de comer… Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 25,41-42). El juicio de Dios nos alerta. Nos ponemos delante de Dios y actuemos en consecuencia.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández González, obispo de Córdoba
26 de septiembre del 2013