«Si no fuisteis de fiar en el vil dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras?» (Lc 16,11), nos dice Jesús en el Evangelio de este domingo. Lamentablemente, asistimos a noticias de corrupción casi todos los días, como si el dinero fuera un exponente de la vida real. Nos duele especialmente que esto se produzca en el ámbito de la administración pública, donde se administra el dinero de todos, cuando hay recursos para todos, y por la avaricia de algunos, muchos se quedan sin lo necesario para vivir. Pero este combate se libra en el corazón de cada uno, de cada familia, de cada institución, también dentro de la Iglesia, donde sus hijos también son pecadores.
El dinero se convierte en una tentación de quien busca seguridades y, al encontrarlas en el dinero, prescinde de Dios. El dinero no es malo, incluso es necesario para vivir, pero Jesús nos advierte del peligro del dinero y nos invita a abrazar libremente la austeridad de vida y la pobreza voluntaria. Máxime cuando el desequilibrio mundial en este punto es tan escandaloso: unos mucho, hasta rebosar y derrochar; y otros, nada ni siquiera lo necesario para vivir. Jesús, siendo dueño de todo, se ha despojado de todo, dándonos ejemplo para que sigamos sus huellas.
Por eso, Jesús, que va siempre delante de nosotros con su vida, nos advierte severamente: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Lc 16,13). Llega un momento en que el dinero es antagonista de Dios, y tenemos que elegir. O Dios o el dinero. Si uno elige a Dios, tendrá que «perder» dinero. Si uno elige el dinero, pierde a Dios, se queda sin Dios. Cuando uno no tiene a Dios ni le importa Dios, es muy explicable que se agarre al dinero, aunque éste nunca le dará la felicidad, y más bien temprano que tarde tendrá que dejarlo todo cuando le llegue la muerte. Pero es inconcebible que un creyente, que tiene a Dios como Dios, se aferre al dinero hasta el punto de perder a Dios.
Este es uno de los dilemas de la vida, que se plantea continuamente. «Ningún siervo puede servir a dos amos» (Lc 16,13). El amor a Dios nos va sacando continuamente de nosotros mismos, el amor a los demás nos hace solidarios con actitudes de caridad cristiana con quienes padecen necesidad de cualquier tipo, y nos lleva a compartir lo que tenemos, aquello que legítimamente hayamos recibido. Por el contrario, el amor a sí mismo nos aleja de los demás, nos hace tantas veces injustos, y sobre todo nos aleja de Dios, al preferir el dios dinero.
Jesús nos invita en el Evangelio a ser astutos en la consecución de la meta, de lo único importante de nuestra vida: la santidad, el ser hijos de Dios en plenitud. A través de los bienes de este mundo –nuestras cualidades, nuestros recursos, nuestro tiempo, nuestra salud, etc.- perseguir hasta alcanzarla esa meta a la que somos llamados. El derroche de los bienes que Dios nos ha dado, nos lleva a la ruina y a ser rechazados por el amo de la hacienda. Emplear esos bienes para alcanzar la salvación eterna, haciendo el bien a los demás, nos hará triunfar en la vida. Dios nos invita a ser generosos, a dar más de lo que corresponde. Dios nos invita incluso a ser misericordiosos, es decir, a parecernos a él. Perdonando a quien nos ofende, reaccionando con amor ante quien no nos ama e incluso nos persigue. Esta es la generosidad divina y así quiere hacernos a nosotros generosos.
Dios tiene mucho que ver con el dinero, y, donde está Dios, el dinero se emplea de manera apropiada. Donde no está Dios, la avaricia no encuentra límite ni freno. ¿Cómo empleamos el dinero? Cuánto gastamos y en qué. Es un test importante para saber si nuestra vida discurre por buen camino. Y de ello seremos juzgados por Dios.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández González, obispo de Córdoba