Para los donostiarras que hemos participado de una u otra manera en la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) de Río, nuestra primera sorpresa ha sido comprobar que no solo compartimos patrono con los cariocas, sino también el nombre de la ciudad: «San Sebastián de Río de Janeiro». Pero aún hemos recibo otra sorpresa al saber que esta nación, que es la que tiene el mayor número de católicos del mundo, reconoce e invoca al Beato José de Anchieta como «Apóstol del Brasil». Este jesuita del siglo XVI, hijo de un vasco de Urrestilla y nacido en Tenerife, resultó ser nada menos que el cofundador de las ciudades de Sao Paolo y San Sebastián de Río de Janeiro. En el inolvidable escenario de la playa de Copacabana, el Papa Francisco propuso a José de Anchieta, aquel joven valiente y lleno de fe que llegó a Brasil con tan solo 19 años, como modelo para toda la juventud del mundo.
Pero la atención de esta JMJ estaba centrada principalmente en el encuentro del Papa Francisco con la juventud católica. Y ciertamente, sin ningún género de duda, podemos afirmar que no ha defraudado las expectativas. Me limito a comentar brevemente algunos aspectos centrales del mensaje del Papa Francisco:
En primer lugar, en cuanto a la comunicación se refiere, pienso que es digno de resaltar el estilo tan directo, convincente e interpelante utilizado por el Papa Francisco. Si Benedicto XVI se ha caracterizado por un gran carisma intelectual, de forma que sus discursos han sido fundamentalmente instructivos y formativos, el Papa Francisco se aproxima más al género del predicador de los ejercicios espirituales, en el que se coloca al interlocutor ante la necesidad de dar una respuesta personal a la llamada de Dios. Y aquí quiero destacar una anécdota de la Madre Teresa de Calcuta, referida por el mismo Papa: «¿Qué es lo primero que tiene que cambiar en la Iglesia Católica?», preguntó un periodista a la Madre Teresa. A lo que ésta contestó: «Lo primero que tiene que cambiar somos usted y yo».
En segundo lugar, el Papa Francisco ha subrayado la importancia de la dimensión misionera de la Iglesia, lo cual requiere la libertad evangélica necesaria para buscar nuevas fórmulas de evangelización. Y por ello el Papa nos ha dicho cosas tan atrevidas como: «No, a un cristianismo almidonado», «tenemos que salir a las periferias», «tenemos que conseguir que los más alejados de la fe sean nuestros invitados VIP… Todo ello en la línea de uno de sus más conocidos ‘flash bergoglianos’: «Prefiero mil veces una Iglesia accidentada por salir, que enferma por encerrarse».
En tercer lugar, el Papa Francisco ha transmitido una idea muy clara sobre la inserción social de la Iglesia. Por una parte, no se ha cansado de repetir que «la Iglesia no es una ONG»; es decir, que si redujésemos la labor de la Iglesia a sus obras sociales, estaríamos adulterando el Evangelio. De hecho, una de las cosas que más nos ha impactado a quienes hemos acudido a esta JMJ, ha sido la penetración tan fuerte de las sectas que está teniendo lugar en Latinoamérica. Acaso esto haya acontecido en buena medida, porque la acción de la Iglesia Católica se ha centrado unilateralmente en su labor social, dejando a los protestantes el anuncio explícito del mensaje bíblico de la salvación eterna… Pero al mismo tiempo, es muy claro que el Papa ha pedido a los jóvenes su implicación en favor de la justicia social. Fue memorable su llamamiento a «no balconear»; es decir, a no mirar el mundo desde el balcón, sino a bajar a la calle e implicarse en la trasformación del mundo.
En cuarto lugar, el Papa Francisco ha remarcado en todo momento su apuesta por los pobres, por los más jóvenes y por los ancianos. Los que no cuentan para este mundo, son los preferidos de Dios. Dignas de destacar sus palabras en la Catedral de San Sebastián de Río de Janeiro: «En muchos ambientes, y en general en este humanismo economicista que se nos ha impuesto en el mundo, se ha abierto paso una cultura de la exclusión, una «cultura del descarte». No hay lugar para el anciano ni para el hijo no deseado; no hay tiempo para detenerse con aquel pobre en la calle. A veces parece que, para algunos, las relaciones humanas estén reguladas por dos «dogmas»: eficiencia y pragmatismo».
En esta línea, han llamado la atención los continuos gestos realizados por el Papa, en pro de una mayor austeridad en la vida de la Iglesia, en pro de una mayor solidaridad con los desheredados de este mundo, y en pro de un compromiso inequívoco con la vida. El Papa no se ha cansado de repetir el gesto de besar a los niños, especialmente a los más débiles. Incluso llegó a invitar a una familia que conoció en plena calle, a que presentase públicamente a su pequeño hijo anencefálico (con ausencia parcial de cerebro y cráneo) durante el ofertorio de la Misa conclusiva de la JMJ. Y por si no hubiese proclamado suficientemente el Evangelio de la Vida en toda su integridad; en las favelas el Papa denunció el arrinconamiento de los jóvenes y la «eutanasia cultural» que pretende esconder a los ancianos, como si no tuviesen ya nada que transmitirnos.
Alguien dijo que Juan Pablo II fue el Papa que visualizó la Iglesia –el Papa de la esperanza–; Benedicto XVI, el Papa que la formó e interiorizó –el Papa de la fe–; y Francisco, será el Papa que lleve a Iglesia a la coherencia de la conversión –¿el Papa de la caridad?– ¡Que así sea, y que el Señor nos conceda la gracia de que nuestra juventud se suba a la ola de este momento apasionante en la vida de la Iglesia!
+ José Ignacio Munilla, Obispo de San Sebastián (España)