Siempre hemos sabido que el misterio del Verbo Encarnado era la clave para dar respuesta a las grandes incógnitas del hombre, sobre todo por lo que se refiere al dolor y la muerte que tanto escandalizan y desconciertan al hombre de hoy, tan hedonista. La encíclica Lumen Fidei del Papa Francisco recientemente aparecida, pone de relieve esta dimensión de la fe, sobre la que siempre es oportuno reflexionar, mucho más en este año a ella dedicado.
El dolor, aunque no nos guste es compañero inseparable de la condición humana, una realidad en nuestras vidas con la que hay que contar y contra la que nos revelamos. No aceptamos el dolor -¿por qué hemos de sufrir? ¿por qué?-. Los sabios de este mundo, por más que se hayan esforzado, no han podido encontrar respuesta adecuada a esta pregunta. La sabiduría humana nos deja profundamente insatisfechos a la hora de encontrarle algún sentido, ha tenido que venir la fe en nuestra ayuda, para decirnos que es la cruz la que nos une a Cristo. Todos los que hemos aprendido a rezar a los pies del Crucificado, lo sabemos muy bien. Habría que decir con Unamuno «De ti aprendimos, Divino Maestro de Dolor, dolores que surten esperanza»
La «teología crucis» siempre ha sabido encontrar al otro lado del dolor, su carácter salvífico. El sufrimiento de los inocentes humanamente absurdo, humanamente injusto hay que verle como prolongación de aquel primer Viernes Santo. La imagen doliente del niño abandonado, del anciano olvidado, de la mujer maltratada de todos los que sufren sin culpa nos llevan a recordar el rostro dolorido de Cristo que salva al mudo. La celebre frase de Sartre: «Sufro, luego Dios no existe» habría que cambiarla por esta otra del creyente: «tener vocación de cristiano es tener vocación de crucificado». Naturalmente no estoy hablando de un dolorismo morboso, de un sufrimiento cualquiera, sino de un sufrimiento divinizado. No de la complacencia del dolor por el dolor ya que esto no sería cristiano, sino del sufrimiento fecundado por la fe y el amor.
Cuando reparamos en la muerte nos sucede algo parecido. Nadie quiere hablar de ella ni del misterio que la envuelve. Dios mío, ¿porqué he de morir? Seguramente la muerte no es como decía Heidegger la que da el sentido a la vida, pero tampoco es ella quien se lo quita. La imagen platónica de la vida como un aprendizaje para la muerte, nos situa dentro del vértigo de un viaje en el que sin remedio todo va quedando atrás, una partida con despedidas dolorosas y desprendimientos desgarradores, hasta que por fin nos quedamos solos, porque la muerte es eso, un dramático momento de soledad en el que nadie puede acompañarnos. De ahí que la muerte haya sido el gran tema ontológico de la filosofía existencial. Encontrar un significado a la muerte es imposible para quien se coloca fuera de la perspectiva de la fe, sólo a través de ella se nos hace misteriosamente presente una nueva existencia que el cristiano celebra como el « Dies natalis»
Por experiencia sabemos que todos tenemos que morir un día, por fe sabemos además que habremos de resucitar con Cristo. Quien esto sabe, sabe ya más que lo que le hayan podido enseñar todo los humanismos filosóficos y científicos juntos. Creer en la inmortalidad ha sido el signo distintivo de la fe cristiana que nos permite encarar con optimismo y esperanza el futuro. Para los que en expresión de Rhaner aceptan la muerte como acto supremo de liberación, no habrá nunca desesperación, porque en su interna soledad brillará siempre una luz. Precisamente porque los cristianos estamos esperanzados con la muerte disponemos de la razón más poderosa para poder amar la vida.
Hemos sido testigos de como la antropología contemporánea ha sido reconducida a un callejón sin salida, donde todo se ha vuelto problematicidad. Allí donde no existe más que la inmanencia no se puede llegar muy lejos en el escudriñamiento de lo humano y esto es lo que ha pasado, la falta de horizonte de trascendencia a acabado en disolución del hombre, algo de lo que tanto se viene hablado en la posmodernidad. A través de la vivencia del propio yo insertado en su finitud, hay que saber ver al otro yo que se adentra en otra dimensión más profunda y que busca su reposo en el Absoluto. Esa zona interior de soledad es el lugar donde la voz de Dios comienza a hacerse perceptible. En algún momento de nuestra existencia todos los seres humanos hemos experimentado la presencia escondida de ese otro yo oculto que 1levamos dentro. Después de los numerosos intentos fallidos en los tiempos modernos de construir una antropología sin Dios, parece cada vez más claro que el hombre, por naturaleza, está inserto en la órbita de lo divino. «Esta esfera del ser absoluto, decía Max Scheler pertenece a la esencia del hombre tan constitutivamente como la conciencia de sí mismo y la conciencia del mundo, prescindiendo de que dicha esfera sea accesible o no a la vivencia o al conocimiento» Por eso un humanismo si quiere ser integral no puede sustraerse a la trascendencia y ha de abrirse a la luz que nos viene de lo alto.
En estos momentos de inseguridad, en que tanto las ideologías como los sistemas filosóficos, incluso la misma ciencia atraviesan profundas crisis, es necesaria la fe. El hombre no puede por más tiempo seguir siendo víctima de su propia soberbia y ha de ir comprendiendo que necesita de Dios pues como bien decía Kierkegaard «El hombre que no quiere hundirse en la miseria de la finitud no tiene otro remedio hoy día que lanzarse con todas sus fuerzas hacia la infinitud». Aunque aparezcan como desaparecidas las aspiraciones sobrenaturales , no podemos decir que están muertas, sólo están dormidas. Toda la vida de cualquier hombre está rodeada de misterio desde que nace hasta que muere y nadie puede renunciar sin dolor al mundo de lo religioso fuente de donde fluye la luz que puede ayudarnos a comprender un destino tan enigmático como el nuestro.
Ángel Gutiérrez Sanz, Catedrático de Filosofía, autor del libro Laicismo y nueva religiosidad