He visto aumentada mi familia estos días con el nacimiento de un nuevo sobrino nieto. No es precisamente el primero, pues todos mis sobrinos y sobrinas tienen descendencia, pero he hecho una serie de reflexiones sobre este alegre acontecimiento familiar.
Aunque ha nacido ahora, tengo claro que su vida se inició en su concepción, hace ya nueve meses. Los avances de la medicina van todos en esa dirección, como además es lo lógico, a no ser que pretendamos que el padre no tuvo nada que ver con el nuevo ser, sino que era simplemente alguien que andaba por allí. También me parece un absurdo la frase de nuestra famosa Bibiana: «es un ser vivo, pero no un ser humano». Que el mismo ser vivo sea primero no humano y luego humano, me parece una gran tontería.
Cuando pienso en el nacimiento, estoy convencido que si el nuevo ser pudiera ya expresarse la víspera y supiera lo que le esperaba, no le haría ninguna gracia. Dejar la seguridad del vientre de su madre para pasar por un túnel muy estrecho, no tiene que ser una experiencia muy placentera. Y sin embargo las consecuencias son fantásticas. La prueba es que celebramos nuestro cumpleaños, que apreciamos la vida y que, generalmente, estamos encantados de haber nacido.
Como los padres son católicos, el niño dentro de unos días será bautizado y sus padres intentarán educarlo en los valores religiosos y morales, como han hecho con los hermanos mayores. Son los padres, lo dice hasta la Declaración de Derechos Humanos de la ONU, los grandes responsables de la educación de sus hijos. Es indudable que han de intentar educarles en buenos sentimientos, pero no solo los instintos y el corazón tienen algo que decir, sino la persona entera, sobre todo la inteligencia y la voluntad, con sus exigencias de responsabilidad y moralidad. Es el dominio de nuestra voluntad lo que nos hace ser personas libres, significando la libertad la capacidad de mandar en nosotros mismos y la esencia de nuestra personalidad.
Los padres deben tener muy claro qué tipo de hijo quieren tener, dándole unas referencias morales, espirituales y religiosas, enseñándole cuál es el sentido de la vida y procurando guiarle con sus palabras, pero sobre todo con su oración y buen ejemplo, y teniendo muy claro que su educación ha de ser una educación en valores. La educación consiste en saber hacer pasar al hijo de la total dependencia del niño a la libertad e independencia del adulto, objetivo que los padres han de tener muy en cuenta, si bien con frecuencia les tocará hacer el papel de freno. Pero los padres han de ser muy conscientes que toda su educación ha de ser una educación para el amor, siendo lo más importante no que el hijo tenga muchas cosas, sino que sepa ser persona, pues el verdadero sentido de la vida no consiste, como piensan muchas veces los chavales, en tener moto, coche y yate, sino en amar y ser amado. Ahí Dios tiene que jugar un papel muy importante en nuestra vida.
Y, por último, no nos olvidemos que estamos aquí de paso. Podemos estar más o menos años, pero nuestra vida presente va a cerrarse inexorablemente con la muerte. Pero todos tenemos ansia de inmortalidad y, aunque reconocemos que esta vida es muy bonita y vale la pena, sin embargo nos sentiríamos muy defraudados si la muerte fuese el final de todo. Pero la inmortalidad sólo vale la pena si sigo estando vivo y no precisamente en condiciones desastrosas, cuya posibilidad me advierte que debo tomarme en serio esta vida, sino viviendo de verdad la vida eterna feliz que nos promete Cristo. Lo mismo que el nacimiento fue un momento difícil, lo es también la muerte, pero la Iglesia nos habla del segundo nacimiento a la vida eterna feliz y, en muchos casos, festejamos a los santos en el día de su muerte, es decir en el día de su nacimiento a la vida eterna. Sobre lo que Dios nos tiene preparado, San Pablo nos deja con las ganas cuando nos dice: «ni el ojo vio ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (1 Cor 2,9).
Pedro Trevijano, sacerdote