Urkullu y Mons. Uriarte, obispo emérito de San Sebastián, acaban de presentar conjuntamente un documento sobre la vulneración de derechos humanos en Euskadi que, empleando el término más suave que se me ocurre, es francamente desafortunado.
Este informe, encargado por el Gobierno vasco, cuantifica en 1.004 personas las víctimas mortales por vulneraciones de derechos humanos entre 1960 y 2013, entre las que se incluyen 837 muertos por ETA, 94 por las fuerzas de seguridad del Estado y 73 por grupos parapoliciales y de extrema derecha. El «informe de Vulneración de Derechos Humanos» ha sido elaborado, entre otros, por el obispo emérito de San Sebastián, Juan María Uriarte.
El PNV voy a recordar, fue un Partido que presumió, a pesar de un racismo que hubiese avergonzado a Adolfo Hitler, durante mucho tiempo de ser un Partido Católico. Hoy, evidentemente, no lo es, y Urkullu se encargó de dejarlo suficientemente claro cuando ordenó a sus diputados que votasen por disciplina de Partido a favor de la Ley del Aborto, es decir lo que para la Iglesia es un crimen abominable (Gaudiun et Spes nº 51).
Como sacerdote católico tengo muy claro la frase de Jesús: «La Verdad os hará libres» (Jn 8,32). Declaro mi total desacuerdo con Mons. Uriarte, pues no es lo mismo que le peguen a uno un tiro en la nuca que matar en legítima defensa. No es lo mismo ser víctima que morir cuando se quiere ser verdugo. Pienso además que la postura de la Iglesia no es la de Mons. Uriarte.
En efecto, en su viaje a Irlanda en 1997 Juan Pablo II, dirigiéndose a los terroristas y a sus simpatizantes de ambos bandos, incluidos los sacerdotes nacionalistas: «De rodillas os suplico que abandonéis el camino de la violencia y retoméis la senda de la paz… La violencia destruye el trabajo de la justicia… La continuidad de la violencia en Irlanda sólo arrastrará a la ruina a la tierra que decís amar y a los valores que decís respetar».
El 6 de Noviembre de 1982, Juan Pablo II dijo en Loyola: «Pero hay también, desgraciadamente, quienes se dejan tentar por ideologías materialistas y de violencia. Querría decirles con afecto y firmeza, y mi voz es la de quien ha sufrido personalmente la violencia, que reflexionen en su camino. Que no dejen instrumentar su eventual generosidad y altruismo. La violencia no es un medio de construcción. Ofende a Dios, a quien la sufre, y a quien la practica».
Y el 24 de Octubre de 1986 dijo a los obispos españoles: «Finalmente, con harto dolor, tengo que referirme, para, una vez más, lamentar que en algunas de vuestras diócesis persista el incalificable azote del terrorismo… ¡Cese, pues, el odio, generador de muerte y destrucción!, y que naturalmente esta actitud de beligerancia no halle ya jamás el más mínimo respaldo en personas que se dicen católicas o animadas de buena voluntad». Podría seguir citando montones de textos no sólo del Papa, sino de nuestros Obispos y de nuestra Conferencia Episcopal. Bastantes de ellos se encuentran en un grueso volumen de la BAC, editado en el 2001 y cuyo título es «La Iglesia frente al terrorismo de ETA».
Entre los bastantes más de cincuenta documentos de nuestra Conferencia Episcopal sobre ETA, sin contar los varios cientos de nuestros Obispos individualmente, al que con más frecuencia me refiero, es uno, publicado en el 2002, y cuyo título es: «Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias», y del que recojo algunas de sus afirmaciones:
Son frases de este documento: «El terrorismo merece la misma calificación moral absolutamente negativa que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente, prohibida por la ley natural y por el quinto mandamiento del Decálogo»(nº 12); «el llamado terrorismo de baja intensidad o kale borroka merece igualmente un juicio moral negativo. En primer lugar, porque sus agentes actúan con las mismas intenciones totalitarias del terrorismo propiamente dicho»(nº 13); «nunca puede existir razón moral alguna para el terrorismo. Quien, rechazando la acción terrorista, quisiera servirse del fenómeno terrorista para sus intereses políticos cometería una gravísima inmoralidad»(nº 14); «tampoco es admisible el silencio sistemático ante el terrorismo. Esto obliga a todos a expresar responsablemente el rechazo y la condena del terrorismo y de cualquier forma de colaboración con quienes lo ejercitan o lo justifican, particularmente a quienes tienen alguna representación pública o ejercen alguna responsabilidad en la sociedad. No se puede ser neutral ante el terrorismo. Querer serlo resulta un modo de aceptación del mismo y un escándalo público»(nº 15); «junto con el miedo, el terrorismo busca intencionadamente provocar y hacer crecer el odio para alimentar una espiral de violencia que facilite sus propósitos»(nº 20); «la Iglesia subraya el valor del diálogo respetuoso, leal y libre como la forma más digna y recomendable para superar las dificultades surgidas de la convivencia. Al hablar del diálogo no nos referimos a ETA, que no puede ser considerada como interlocutor político de un Estado legítimo, ni representa políticamente a nadie, sino al necesario diálogo y colaboración entre las diferentes instituciones sociales y políticas para eliminar la presencia del terrorismo»(nº 40).
Esto es lo que la Iglesia dice y piensa del terrorismo. Creo es suficientemente clara su postura.
Pedro Trevijano, sacerdote