Existe un tema que debe interpelarnos fuertemente, tanto a los consagrados como a los laicos, y es el silenciamiento sistemático de una verdad fundamental de nuestra fe: la existencia del infierno.
No podemos justificar nuestro silencio sobre este tema tan importante diciendo que es una verdad por todos aceptada o recurriendo a lo absurdo: «el infierno espanta a la gente, por eso, es mejor no hablar de él». No podemos separar la misericordia de Dios de su inexorable justicia, porque sería engañarle al pueblo que nos fuera confiado por Nuestro Señor, y al mismo tiempo, estaríamos negando en la práctica esta verdad de fe por medio del constante y sistemático silenciamiento.
Vale la afirmación, «una verdad silenciada durante mucho tiempo termina siendo negada en la práctica». Y es un imperativo moral hablar sobre este tema, no para asustar y obligar a las personas a tener temor de Dios, sino porque su omisión consiste en cierto modo en una falta de caridad hacia los hombres. No decir la verdad, en este punto, es no amar a los hombres. En positivo, hablar del infierno es un acto de amor hacia los hombres.
Nuestro tiempo está marcado por cambios constantes y los cristianos no están exentos, por eso, los sacerdotes y demás personas comprometidas con la fe no deben perder de vista la necesidad de predicar ésta y otras verdades de fe. La necesidad se da por un doble motivo:
El primero es la frecuente afirmación de Jesús. Nuestro Señor conoce bien la posibilidad de una condenación eterna, y como ama mucho a los hombres y desea su salvación, en su evangelio «habla con frecuencia de ‘la gehena’ y del ‘fuego que nunca se apaga’» (Catecismo 1034). El mismo Señor habla con mucha frecuencia sobre la existencia del infierno, sin embargo en nuestros días existe un deliberado silencio que debe preocuparnos.
El segundo es la predicación que alimenta la fe del pueblo. Atendamos a estas palabras: «El justo vive de la fe (…) La fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo» (Rm 1, 17; 10, 17). En el caso concreto del sacerdote, la fe en la verdad revelada es un presupuesto necesario para que su predicación tenga la fuerza suficiente para alimentar la fe del pueblo que le fue confiado. El sacerdote debe creer aquello que va predicar, de lo contrario terminará creando un pueblo ignorante con un desenlace final nefasto en el peor de los casos, y esta consecuencia será compartida en primer grado por el sacerdote que estuvo encargado de alimentar la fe de ese determinado pueblo.
+ Rogelio Livieres, Obispo de Ciudad del Este