Hay sufrimientos que no deberían existir. Sufrimientos que nos doblegan por su injusticia y crudeza. Desoladores, terribles. Es tal su dureza, que llegan incluso a romper nuestra confianza y nuestro amor a Dios, de lo fuerte que golpean los cimientos de nuestra vida. Y aquí no se escapa nadie: hombres y mujeres, seglares y sacerdotes, niños y adultos. Todos, de una manera o de otra, sufrimos.
Un padre de familia nunca debería enterrar a su hijo. Un hijo jamás debería ver separarse a sus padres, a quienes ama. Una mujer no tiene que pasar por una violación. Un hombre debería morirse antes de ver una infidelidad de su esposa. Muertes de niños inocentes por la guerra, por los abortos o por cualquier maldita causa. Enfermos de cáncer o de sida, consumiéndose lentamente como velas. Injusticias ante la pérdida de un trabajo o la desigualdad social. Calumnias y envidias que son escupidas al manchar la buena fama de otro. Lágrimas ante el secuestro de un ser querido. Asesinatos a sangre fría por treinta monedas de plata o su correspondiente. Dolor, miseria, llanto.
No, sufrimientos como éstos no deberían existir... Pero existen. Están ahí. Y no podemos hacer nada para cambiarlo.
No obstante, en el interior del ser humano afloran dos actitudes posibles: o derrumbarse o elevarse. O amar más o cerrarse en el odio más profundo. Aquí depende de cada uno.
Permítanme presentarles a Stephanie. Una chica que ha sufrido todo lo que se pueden imaginar y mucho más. Su vida ha sido un purgatorio en vida. Pero, ¿cuál fue su actitud? La de amar y salir adelante.
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El sufrimiento no debería existir. De acuerdo. Pero camina a nuestro lado, fruto de nuestra libertad mal aprovechada. En vez de señalar con el dedo a Dios y reprocharle, dejemos que nos mire a los ojos y nos diga: «Oye, tranquilo. Que aquí estoy Yo... que sé el tipo de color que te gusta».
P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.