Los laicistas han constituido hace ya tiempo una Asociación llamada Europa laica, para darnos a conocer sus ideas por medio de manifiestos o de artículos en los periódicos. Recientemente he leído uno en el que resumen así sus peticiones:
«1- Derogación de los acuerdos con la Santa Sede.
2- Que la religión salga de la escuela y deje de formar parte del currículo y del horario lectivo.
3-Que ninguna simbología religiosa tenga presencia institucional en los centros escolares.
4-Que no se financie con dinero público el adoctrinamiento religioso en ningún centro escolar.
5- Que el ámbito escolar se impida cualquier tipo de segregación por razones ideológicas, sociales o de sexo».
Los acuerdos con la Santa Sede son acuerdos internacionales. Su derogación unilateral nos pondría a la altura de la señora Kirchner. El resto se da puñetazos con el artículo 27 de nuestra Constitución (y el 26 de la Declaración de Derechos del Hombre de la ONU), cuyo párrafo 3 dice: «Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones».
Pero a mí lo que más me ha llamado la atención es lo siguiente:
«Europa laica es una asociación laicista española que asume el laicismo como condición indispensable de cualquier verdadero sistema democrático y que defiende el pluralismo ideológico en pie de igualdad como regla fundamental del Estado de Derecho y el establecimiento de un marco jurídico adecuado y efectivo que lo garantice y lo proteja frente a toda interferencia de instituciones religiosa que implique ventajas o privilegios».
La postura laicista tiene al menos el mérito de la claridad: para ser demócrata hay que ser laicista y el que no opina así sencillamente no es demócrata, con lo que estamos ante el pensamiento único obligatorio y políticamente correcto. Por ello la pregunta obvia es ésta: ¿son los laicistas totalitarios?
El laicismo se basa en la creencia en la no existencia de Dios, lo que supone la no aceptación de la Verdad absoluta, porque al no existir Dios, la Verdad absoluta no existe o es inalcanzable, por lo menos a nivel objetivo.
«Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás» (Juan Pablo II, Encíclica Centesimus annus, nº 44).
«La cultura y la praxis del totalitarismo comportan además la negación de la Iglesia. El Estado, o bien el partido, que cree poder realizar en la historia el bien absoluto y se erige por encima de todos los valores, no puede tolerar que se sostenga un criterio objetivo del bien y del mal, por encima de la voluntad de los gobernantes y que, en determinadas circunstancias, puede servir para juzgar su comportamiento. Esto explica por qué el totalitarismo trata de destruir la Iglesia o, al menos, someterla, convirtiéndola en instrumento del propio aparato ideológico. El Estado totalitario tiende además, a absorber en sí mismo la nación, la sociedad, la familia, las comunidades religiosas y las mismas personas» (Centesimus annus, nº 45).
Estos párrafos nos permiten entender más fácilmente la desvergüenza de unos partidos y sindicatos que viven, en su inmensa mayoría, gracias a los impuestos de todos los ciudadanos, se permiten poner por la ley del embudo, el grito en el cielo, ante que haya algunas subvenciones para la Iglesia Católica, cuando en realidad si miramos en Google «Estas son las cifras de la odiada Iglesia Católica», ésta ahorra al Estado, muchos miles de millones de euros. Pero cuando uno se deja llevar por el fanatismo y el sectarismo, la cabeza ya no sirve ni para pensar ni para razonar. En pocas palabras, ellos sí pueden cobrar del Estado, porque para eso son, según ellos, demócratas; nosotros, en cambio, no, aunque la doctrina de la Iglesia diga que: «la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas» (Concilio Vaticano II, Declaración sobre la Libertad Religiosa, nº 1). Gracias a Dios, todavía hay elecciones libres, porque, tras lo dicho, me parece que el nivel democrático laicista no es nada elevado y más propio del totalitarismo.
Pedro Trevijano, sacerdote