Hay una mirada que da vida: la de Dios. Siete veces se dice, al inicio de la Biblia, que Dios “vio” cuanto creaba y que “era bueno”. Hay muchas cosas realizables -pueden hacerse- pero no son buenas -no deben hacerse. Dios nos sigue mirando. Dámaso Alonso, al hablar de su nacimiento dice: “¡Mi día!, y amo, canto y pienso/ yo, de Dios, ante Dios. Destino inmenso. Él y yo: de hito en hito, Dios y yo”. Él no nos aparta la mirada (de hito en hito) nunca. Pero nosotros sí podemos caer en la forma suprema de ausencia que es la carencia de la presencia de Dios. Forma suprema de ausencia, porque se esfuma el sentido de la vida. Julián Marías afirmó que el hombre no es creador de su vida, pero sí autor, porque la hace. “Ello nos conduce a un conocimiento que nos brota del hondón de nuestra alma. Que la vida eterna en este mundo aparece como elección de la perdurable. Consiste en decidir `ahora´ quién va a ser `siempre´, y no hasta la muerte, sino más allá”. Añade: “Querer arrancar las raíces cristianas de nuestra civilización supone olvidar que hace dos mil años, el hombre tiene algo radicalmente nuevo que no se acaba de poseer sino por partes, que hay que conquistar; que está frente a nuestra libertad sin forzarla”.
Impresiona la definición que Agar, la esclava de Sara, abandonada en el desierto con su hijo, da como nombre al Dios que la ha animado: “¿Será que he llegado a ver aquí las espaldas de `Aquel Que Me Ve´?" Y no nos ve con indiferencia, sino con mirada de Padre.
De la mirada, casi muriendo, Martín Descalzo clama: “Nadie estaba más ciego que mis ojos. Grité: ¡Señor!, porque te habías ido, y Tú estabas latiendo entre mis manos. Ahora que estamos solos, Cristo, te diré la verdad: Señor, no creo. ¿Cómo puedo creerme `lo que veo´, si la fe es creerme lo que no he visto?”. La Razón
+ Cardenal Ricardo María Carles, arzobispo emérito de Barcelona