Es vieja aquella invitación de buscar la unidad, de labrar juntos caminos que nos lleven a la comunión, superando todo cuanto puede insidiar, enfrentar, dividir. No se trata, lógicamente, de una especie de buenismo en el que renunciando a la verdad, descuidando la bondad y manchando la belleza, construyamos un paraíso irreal e insostenible fruto de nuestro consenso servil y paniaguado.
La deseada unidad, la auténtica comunión, se nutre de la apasionada búsqueda de la verdad, esa Verdad que va con mayúsculas, la que únicamente nos hace libres, como Jesús prometió. Por eso la unidad entre los cristianos no es una realidad que se gesta y cuece en la urna de nuestras mutuas concesiones con el adversario. Porque ese tira-y-afloja, ese teje-maneje, no genera la verdadera unidad, sino simplemente unos pactos precarios… hasta la siguiente bronca, desencuentro o fisura.
Se trata de algo más grande, y de mayor envergadura. Jesús mismo lo pidió en su discurso de la última Cena: «Padre, que todos sean uno en nosotros para que el mundo crea» (Jn 17,21). Es una oración bellísima y que viene a denunciar cada episodio de increencia, cada atisbo de apostasía, tal vez por el escándalo o la indiferencia que ha podido provocar la falta de comunión sincera entre los discípulos de Cristo.
Para evitar confundir esta comunión que nos hace verdaderamente uno, con un simple asenso de tibieza y mediocridad que no vale para nada, ya nos advertía el Papa Benedicto XVI que
«la unidad plena y visible de los cristianos, a la que aspiramos, exige que nos dejemos transformar y conformar, de modo cada vez más perfecto, a la imagen de Cristo. La unidad por la que oramos requiere una conversión interior, tanto común como personal. No se trata simplemente de cordialidad o de cooperación; hace falta fortalecer nuestra fe en Dios, en el Dios de Jesucristo, que nos habló y se hizo uno de nosotros; es preciso entrar en la nueva vida en Cristo, que es nuestra verdadera y definitiva victoria; es necesario abrirse unos a otros, captando todos los elementos de unidad que Dios ha conservado para nosotros y que siempre nos da de nuevo; es necesario sentir la urgencia de dar testimonio del Dios vivo, que se dio a conocer en Cristo, al hombre de nuestro tiempo».
Por eso, como cada año, estamos celebrando una semana de oración pidiendo al Señor por la unidad de los cristianos. Este año se ha encargado su preparación a los cristianos de la India, en donde se vive la lucha de las castas que les lleva a la división violenta entre las distintas religiones, siendo la cristiana objeto de persecución martirial. Tomando pie en un pasaje del profeta Miqueas:
«¿Qué exige el Señor de nosotros?» (cf. Mi 6 6-8), también nosotros nos preguntamos cómo hacer para crear puentes de unidad que nos permitan salir al encuentro de unos y otros, movidos por la sincera búsqueda de la verdad a la que el Señor nos llama.
No es algo cualquiera, como el beato Juan Pablo II nos recordó sobre la índole esencial de ese compromiso: «Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece, en cambio, al ser mismo de la comunidad» (Ut unum sint, 9).
La unidad nace del amor que busca en el otro a un hermano, sin traicionar la verdad que nos hace libres a los dos. Es lo que nos pidió Jesús. Es lo que ayuda a aumentar nuestra fe y a que los demás puedan también creer.
✠ Jesús Sanz Montes, ofm, arzobispo de Oviedo