Hace unos días publiqué en esta sección tres artículos sobre El hábito religioso y el traje eclesiástico (6, 8 y 12 de septiembre). Y un viaje posterior me impidió atender los comentarios que se fueron añadiendo a ellos. Doy las gracias a los comentaristas laudatorios, y trato de responder las objeciones de los contradictores.
El incumplimiento de una ley de la Iglesia no exige de suyo su modificación o retirada.– Uno de los comentaristas arguye que las leyes positivas de la Iglesia, como las que se han dado sobre el vestir de los sacerdotes, pueden ser cambiadas. Y que «ya que hay tantos clérigos que no lo utilizan igual habría que replantearse algún cambio jurídico como por ejemplo liberalizar el uso».
No convence el argumento. Tantas leyes positivas de la Iglesia son masivamente incumplidas, y no por eso son cambiadas o retiradas por la Iglesia. Por ejemplo, manda la Iglesia que «el domingo y los demás días de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa» (Código c. 1247). ¿Habrá de retirar la Iglesia esa norma secular fundamentalísima por el hecho de que en muchas regiones la incumpla un 90 por ciento de los cristianos? El hecho de que en una parte de la Iglesia, y en un tiempo determinado, una gran mayoría de sacerdotes y religiosos vista como los laicos no exige quitar las normas sobre su vestimenta. Y menos si se ve que cada vez son más los sacerdotes y religiosos jóvenes que cumplen en su modo de vestir las normas de la Iglesia.
La tolerancia de un abuso no significa su aprobación.– Otro comentarista argumenta que si la Iglesia de hecho permite que tantos sacerdotes vayan de paisano, será que no obliga realmente a llevar el traje eclesiástico: «Si Roma lo tiene bien claro y no mueve ficha es señal de que de claro no lo tiene tanto y más bien lo ve borroso».
Como ya recordé en mi primer artículo, el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, al tratar de la norma del traje eclesiástico (n.66), llega a afirmar que «por su incoherencia con el espíritu de tal disciplina, las práxis contrarias [vestir de laico] no se pueden considerar legítimas costumbres, y deben ser removidas por la autoridad competente». La Iglesia, pues, da sobre el tema normas con absoluta firmeza y claridad.
Las leyes positivas de la Iglesia obligan en conciencia.– Dice uno: «Yo soy obediente como un niño para el Credo (que es lo que exige la Iglesia al cristiano), ¿en el Credo se habla del traje eclesiástico? pues eso». Y unas horas antes él mismo había escrito: «la lealtad que tengo en relación con el depósito de la Fe, no tengo porque tenerla con las leyes positivas, es más no me da la gana. Hay leyes que me parecen buenas y otras no, concretamente la obligación de portar el traje eclesiástico pues no la acepto».
Aquel cristiano que en cuestiones disciplinares, que afectan a veces gravemente la vida del pueblo creyente –como el precepto dominical–, solo acepta «las leyes que le parecen buenas», y en caso contrario prefiere atenerse a su conciencia, resiste la Autoridad apostólica. No se hace como niño, para entrar en el Reino. No reconoce a la Iglesia como Mater et Magistra. Se fía más de su juicio personal que de las normas acordadas, muchas veces en Concilios, por los Pastores sagrados. No reconoce la autoridad de atar y desatar dada por Cristo a los Apóstoles, y especialmente a Pedro y a sus sucesores. No admite que el Orden sacramental comunica a los Pastores sagrados una especial autoridad para enseñar, santificar y regir al pueblo cristiano: para regir y dar leyes (Vaticano II, Lumen gentium 18, 27; Christus Dominus 16; Presbyterorum ordinis 2,6-7).
No pocas comunidades protestantes aceptan con fe el Credo, pero en temas doctrinales o disciplinares no aceptan la Autoridad apostólica, tal como está constituida en la Iglesia católica. Por eso no son católicos. Son protestantes.
Conviene que las normas católicas sean consideradas y en su caso discutidas por católicos.– No es fácil entender por qué se molesta un cristiano en rechazar una norma de la Iglesia católica –en este caso, el vestir de sacerdotes y religiosos– si no reconoce la autoridad de los Pastores católicos para darla. Supongamos que en un blog islámico se está tratando si es conforme con la ley islámica, la sharia, una cierta fatwa acerca del velo femenino, emitida por un muftí chiíta. ¿Siendo yo católico, no obraría en forma insensata entrando en ese blog para discutir la conveniencia, la licitud, la validez de esa norma, si desde un principio dejo claro que no creo ni en la sharia, ni en las fatwas, ni en los muftíes, ni en los chiítas? ¿Qué pintaría yo en ese foro de discusión? Sería un troll; dicho en castellano, un reventador.
La Iglesia debe dar leyes positivas sobre ciertas cuestiones concretas.– Lo ha hecho siempre, ya desde el Concilio apostólico de Jerusalén: «Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros»... (Hch 15,28). Los acuerdos tomados entonces, como es sabido, se referían a cuestiones prácticas bien concretas, que los Apóstoles estimaban no debían quedar atenidas solamente a la conciencia de cada uno. Y San Pablo, en sus viajes misioneros, comunicaba a los neo-cristianos «los decretos dados por los apóstoles y presbíteros de Jerusalén, encargándoles que los guardasen» (16,4).
A partir del siglo IV, una vez lograda la libertad civil de la Iglesia, cesadas las persecuciones, nacen los monjes, con sus modos peculiares de vestir, y también se inicia en el clero su diferenciación visual de los laicos. Ya en el siglo V y VI se establecen normas referentes a la identificación externa de los sacerdotes, tanto por la tonsura como por el modo de vestir. «Clericus professionem suam etiam habitu et incessu probet» (Statuta Ecclesiæ Antiqua, sigloV).
Y posteriormente son muy numerosos los Concilios que dan normas de vita et disciplina clericorum, en las que se regulan ciertos modos concretos de la vida de los clérigos, en referencia al vestido, a la costumbre de llevar armas, a la práctica de ciertos juegos, negocios y variantes de la caza, etc., tratando siempre de que la fisonomía social de los clérigos se diferencie claramente de los laicos (cf. concilio de Agda 506, Maçon 581, Narbona 589, Liptines 742, Roma 743, Soisson 744, Nicea 787, Maguncia 813, Aquisgrán 816, Metz 888, Aviñón 1209, Rávena 1314, Trento 1551, Milán 1565, etc.). Estas normas canónicas se siguen dando, en disposiciones análogas, hasta nuestros días (Conferencia Episcopal Española 14-VII-1966; Código de Derecho Canónico 1983, cc. 284, 669; Directorio para la vida y el ministerio de los presbíteros, 1993, n.66).
Teniendo, pues, en cuenta esta unánime actitud de la Iglesia durante tantos siglos, en Oriente y Occidente, se ve claro que aquellos comentaristas que exigen que «la cuestión del hábito ha de ser algo limitado a la conciencia del religioso o clérigo», alegando que «en temas de conciencia la Iglesia no puede meterse», ya que «ante la conciencia no podemos nada», etc., están gravemente errados. Con esa actitud se marginan de la tradición católica, se enfrentan a ella, y estiman una intromisión abusiva de la Iglesia toda normativa sobre el vestir de sacerdotes y religiosos. Y eso no está nada bien.
Jesús no usó hábito especial. Son los sacerdotes y religiosos quienes lo necesitan.– El Hijo eterno de Dios, nuestro Señor Jesucristo, es la realidad divino-humana que se presenta ante los hombres por la epifanía de su encarnación. Los sacerdotes y religiosos han de ser signos de esa realidad, que están llamados a re-presentar en formas especialmente visibles, por su condición especialmente sagrada. Cristo no necesita de ningún signo vestimentario para re-presentarse a sí mismo. Quienes necesitan de esos signos sagrados son los religiosos y los sacerdotes, que han de actuar frecuentemente «in persona Christi» (Presbyterorum ordinis 2). Y esos signos ayudan también no poco a los laicos para mirar al sacerdote como «alter Christus».
No me alargo sobre el tema porque en mi artículo III ya lo desarrollé con cierta amplitud, y no es cosa de cansar al lector. Pero añadiré una cita del Sínodo de los Obispos dedicado en 1971 al sacerdocio presbiteral: «El sacerdote es signo del plan previo de Dios, proclamado y hecho eficaz hoy en la Iglesia. Él mismo hace sacramentalmente presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos» (I,4). Los sacramentos son signos visibles de la gracia invisible. Por eso la Iglesia ha querido que el sacerdote, y más aún hoy, en «una sociedad secularizada y tendencialmente materialista», sea un signo bien patente, que también «por un modo de vestir ponga de manifiesto de modo inmediatamente perceptible por todo fiel –más aún, por todo hombre– su identidad y su pertenencia a Dios y a la Iglesia» (Directorio 66; cf. Vaticano II, Perfectæ caritatis 17).
Tiempos de persecución.– Un comentarista arguye: «¿Cómo no se le ocurrió a Jesús utilizar un hábito que le hiciera evidentemente sagrado a los ojos del mundo?». Se ve que no entiende que Cristo se presenta como la realidad que sacerdotes y religiosos re-presentan como signos.
Pero tampoco parece caer en la cuenta de que Jesús, en su vida pública, fue cada vez más perseguido –sufrió varios atentados–, hasta que al final de su vida era tal el peligro que corría, que «ya no andaba en público entre los judíos, sino que se fue a una región próxima al desierto, y allí moraba con los discípulos» (Jn 11,54). Cuando vuelve a presentarse en público –Betania, Jerusalén–, lo matan.
Ya sabemos que, en tiempos de persecución, como en la guerra civil de 1936-1938 en España, lógicamente, Obispos, sacerdotes y religiosos visten de laicos para evitar el encarcelamiento e incluso la muerte. Es lo mismo que hicieron tanto Cristo como los cristianos de los tres primeros siglos.
Otras objeciones.– Algunas objeciones de otros comentarios no requieren respuesta, pues se oponen frontalmente a la doctrina de la Iglesia. Por ejemplo, aquellos que niegan que haya en sacerdotes y religiosos una especial sacralidad o consagración se oponen abiertamente a la doctrina católica de siempre, actualizada en el Vaticano II (cf. p. ej., Presbyterorum ordinis 12a; Lumen gentium 44a).
Tampoco es oportuno responder a otros comentarios tan precarios como: «Vamos Iraburu... creo que tus argumentos son penosos». En tal frase no hay pensamiento, no hay argumento, carece de logos: no puede haber dia-logo sobre esa afirmación. Aunque sí conviene precisarle algo a quien la dice. Y es que esos argumentos «penosos» no son propiamente de Iraburu; son, como lo he mostrado ya sobradamente, doctrina teológica y disciplina de la Iglesia.
José María Iraburu, sacerdote
El hábito religioso y el traje eclesiástico (I)