En una de mis lecturas recientes, leía estas frases de F.J. Contreras, en el libro «Nueva Izquierda y Cristianismo», citando a una autora norteamericana: «Hoy día, una familia obrera que asiste a la Iglesia tiene más en común con una familia burguesa que asiste a la Iglesia, que con una familia obrera que no lo hace; o bien: una familia negra biparental (padre y madre casados entre sí), tiene más en común con una familia blanca biparental que con una familia negra monoparental. Es decir la religiosidad y la fidelidad al modelo familia tradicional (personalmente no me gusta nada hablar de familia tradicional, especialmente desde que en un debate mi oponente relativista estaba empeñado en que hablase de familia tradicional y no de familia natural. Creo que aceptar su terminología es empezar a perder el debate. Los Romanos ya lo sabían cuando decían «quaestio de nomine est iam questio de re», porque para ellos con razón el debate sobre el nombre era ya debate sobre el fondo del asunto). Es decir, la religiosidad y la fidelidad al modelo familiar tradicional se convierten en marcadores sociales más significativos que el nivel de ingresos o la raza». Creo que podemos decir con toda razón que la polaridad ideológica es hoy la división más importante en nuestra civilización occidental. Por una parte están los creyentes o jusnaturalistas, aunque estas dos palabras no signifiquen exactamente lo mismo; por la otra están los no creyentes o relativistas y éstas son las dos mentalidades dominantes en nuestra época.
La principal diferencia entre ambos grupos está en el concepto de verdad. Ya Aristóteles decía que la verdad es la adecuación del entendimiento a la realidad. La realidad es la que es, independientemente de mí o de cualquier otro. Recuerdo que un día una alumna me dijo que Tokio existía porque la había visto en televisión. No pude por menos de contestarle que Tokio existía desde muchos años antes que ella naciese e independientemente de que ella supiese o no de su existencia. En el plano religioso y moral es evidente que Dios existe o no existe, pero sólo una de las dos cosas es verdad. Para los que creemos que Dios existe, pensamos que no sólo su existencia es verdadera, sino que es simplemente la Verdad con mayúscula y que racionalmente podemos llegar a conocerle, pero sólo con un conocimiento imperfecto porque al ser infinito no podemos abarcarle. Pero las consecuencias de su existencia o no son enormes. Si Dios existe somos sus criaturas y hay un Ser Supremo. Si no existe, como sostienen los relativistas, somos consecuencia del azar y el ser más importante de la Tierra.
Aparentemente la no existencia Dios y el hecho que no tengamos a nadie sobre nosotros nos hace más libres. Somos nuestro propio ser supremo y somos nosotros los que nos dictamos porque queremos y si queremos nuestras propias normas. La ley natural no sería, como dijo Zapatero, sino una reliquia ideológica y un vestigio del pasado. Una consecuencia de ello sería la plena libertad en todos los campos, incluido especialmente el sexual, con la única excepción de tratar de evitar aquello que daña a los demás. Pero la realidad nos muestra que el relativismo, con su negación del concepto de verdad, conduce rápidamente al fin de la democracia. Para empezar todo termina con la muerte, los conflictos entre nosotros tienen que ser resueltos por un árbitro que los resuelva, y qué mejor árbitro, si además decimos que somos demócratas, que la voluntad popular, y ésta la conocemos gracias a las elecciones y al Parlamento elegido en ellas. Pero en el Parlamento quien dictamina las leyes y por tanto lo que en ese momento es bueno o malo, quien lo decide es la mayoría parlamentaria, pero como está la disciplina de Partido y el que se mueve no sale en la foto, los diputados se someten como borregos, aunque sean claros crímenes, como la ley del aborto, o bochornosos delitos, como la que en nombre de la ideología de género fomenta la corrupción de menores, por lo que se hace en realidad es lo que dictamina un pequeño grupo e incluso una sola persona, cayendo así en consecuencia en la dictadura y en el totalitarismo. Jesucristo, a los judíos que incidían en un relativismo idéntico al actual, les llama hijos del diablo (ver Jn 8,31-47).
La otra postura cree que la democracia se basa en la dignidad intrínseca del hombre y de unas leyes, basadas en su naturaleza y razón, que son los derechos humanos. La democracia se sostiene, más que por la prevalencia de la opinión mayoritaria, por el respeto hacia todo ser humano y su dignidad intrínseca. La democracia, por tanto, no se sostiene sobre la ausencia de valores, sino sobre un núcleo ético no relativista, que son los derechos humanos y que delimitan el espacio sobre el que pueden legítimamente actuar las mayorías. Para un creyente no hay oposición entre obrar según la razón y cumplir la voluntad de Dios. Tenemos una conciencia y una razón que nos ayudan a conocer y distinguir el Bien del Mal, la Verdad de la Mentira, porque como nos dice Jesucristo «cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la Verdad plena»(Jn 15,13). Así conoceremos no sólo el fundamento de nuestra naturaleza y de su dignidad, sino también cómo poder conocer y amar a Dios. Para ello necesitamos la verdad moral, la verdad sobre lo que está bien y lo que está mal, aunque la verdad moral no es sólo un problema intelectual, sino que requiere una rectitud de vida, porque como es un problema que me afecta existencialmente, ello puede exigirme un cambio en mi manera de actuar, lo que religiosamente llamamos una conversión.
Pedro Trevijano, sacerdote