* VOTO PARTICULAR que formula el Magistrado D. Andrés Ollero Tassara respecto a la Sentencia del Pleno de fecha 6 de noviembre de 2012 dictada en el Recurso de Inconstitucionalidad núm. 6864/2005.
En el ejercicio de la facultad que nos confiere el art. 90.2 de LOTC y con el máximo respeto a la opinión de la mayoría, dejo constancia de mi opinión discrepante puesta ya de manifiesto durante la deliberación de la Sentencia.
1. Centrada acertadamente la Sentencia en la problemática compatibilidad de la Ley 13/2005, de 1 de julio, que modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio, con el artículo 32 CE, mi principal discrepancia se refiere a que no haya tenido en cuenta la necesidad de llevar a cabo una reforma constitucional, satisfaciendo las exigencias del artículo 167 CE. Considero en efecto que lo que dicha ley pone en juego no es tanto el matrimonio, como pudiera resaltarse también por motivos políticos o morales, sino en sentido estrictamente jurídico el alcance de la propia Constitución en su papel de control del poder legislativo.
Las reformas de la Constitución, aunque escasas, no constituyen un fenómeno inédito entre nosotros. Se produjo, por ejemplo, con facilidad la relativa al artículo 13 CE. Desde el Gobierno se intentó evitarla mediante una mutación apoyada en una iniciativa legislativa, que se fundamentaba en la posible “compatibilidad entre dos preceptos que pertenecen a dos ordenamientos -el estatal y el comunitario- distintos e independientes” (A. 3 a) de la subsiguiente Declaración 1/1992, de 1 de julio, del Tribunal). Este se negó a ello, renunciando a una interpretación supuestamente evolutiva que llevara a entender que, siendo ya todos los españoles miembros de la Unión Europea, cabría considerar españoles a todos los europeos. Admitió que “la Constitución no define quiénes son españoles” de modo expreso, pero consideró patente que el artículo 13 “ha introducido reglas imperativas e insoslayables”, cuyos contenidos “sólo pueden ser conferidos a los extranjeros a través de la reforma de la Constitución” (epígrafe 5 de la citada Declaración).
Situación similar se planteó cuando, como motivo de las reformas de determinados Estatutos autonómicos, se defendió por un sector de la doctrina que, aunque su alcance exigiría una reforma constitucional, dado que no se daban las condiciones políticas para llevarla a cabo, resultaba ineludible ceder la iniciativa al legislador y realizar a renglón seguido desde este Tribunal interpretaciones del texto constitucional conformes con tal punto de partida. Obviamente se invertiría así el mecanismo de control de constitucionalidad, sustituido por otro de control legislativo de la Constitución, al ignorarse el art. 167.
Es lo que temo que ahora ha acabado ocurriendo. Se ha puesto ocasionalmente de relieve que este Tribunal no tiene entre sus funciones convertirse en tercera cámara parlamentaria. No es menos cierto que tampoco puede conceder a determinado legislador un salvoconducto que lo libere de su responsabilidad de suscitar una reforma de la Constitución por la vía del artículo 167 CE, cuando sus proyectos legislativos así lo exijan.
La necesidad de una reforma constitucional resulta descartada por la Sentencia con escuetas líneas: no cabe “hablar de alteración de la Constitución en el sentido de modificación de su contenido normativo puesto que cualquier contradicción entre un enunciado legal y otro constitucional se salda con la declaración de inconstitucionalidad del primero. Si a ello se añade, además, que la Ley impugnada en ningún caso se ha presentado como un intento de reformar la Constitución, debemos concluir que la invocada infracción del art. 167 CE no precisa de un análisis más detallado, habida cuenta de su alcance y significado, ínsito ya en el juicio de constitucionalidad que realiza este Tribunal” (FJ. 2 d). Tal argumentación circular cuestiona la arraigada creencia de que el fallo de la Sentencia ha de verse condicionado por la argumentación expuesta en sus fundamentos y no viceversa.
2. No me parece superflua una reflexión sobre el trasfondo antropológico que gravita sobre la Sentencia; toda actividad jurídica no es sino filosofía práctica. Se trata de un hoy predominante radicalismo individualista que dificulta la adecuada articulación entre instituciones jurídicas, rebosantes de exigencias sociales, y derechos individuales, haciendo que los segundos conviertan en irrelevantes a las primeras. No me parece acertado tratar a determinadas instituciones jurídicas como si fueran mero corolario de los derechos y no más bien razón de su fundamento, abocando a una contraposición simplista entre limitación o ampliación de derechos individuales.
Esta deriva individualista instrumenta hoy una nueva versión de uso alternativo del derecho. El indiscutible imperativo del artículo 14 CE se convertiría en fuente de nuevos derechos destinados a eliminar las discriminaciones más arraigadas. El intento de reconocer el carácter heterosexual del matrimonio, ex artículo 32 CE, y un derecho constitucional a contraer uno homosexual alternativo, ex artículo 14 CE, no ha dejado huella en la Sentencia por no encontrar apoyo significativo durante su deliberación. La Sentencia no deja sin embargo de dibujar un recorrido al que sería absurdo plantear objeción alguna: partiendo de unas relaciones homosexuales criminalizadas (FJ 11), que ninguna de las partes ha defendido, se supera su mera conversión en un no prohibido agere licere, para elevarlas a fuente de derechos, capaces de desvirtuar a su servicio una milenaria institución social. El radicalismo individualista lleva esta instrumentalización, no reconociendo al matrimonio función más importante que la de otorgar reconocimiento social a conductas injustamente discriminadas. Comparto íntegramente la legítima aspiración a erradicar la injusta discriminación de las personas que suscriben una orientación homosexual. Lo que nunca suscribiré es que el fin justifique los medios, imperativo obligado de cualquier versión de uso alternativo del derecho. El respeto a una determinada orientación sexual, que lleva a mantener unas relaciones ajenas al matrimonio, no obliga a reconocer la posibilidad de contraerlo.
La Sentencia se muestra confusa al establecer la articulación entre la garantía constitucional de la institución matrimonial y el derecho individual a acogerse a ella (FJ 6); resulta también contradictoria a la hora de configurar una ampliación de derechos, al no poder atribuirles una dimensión constitucional que el legislador, sin reformar el texto de la Constitución, no está en condiciones de brindar.
Como se recuerda en el FJ 8 de la Sentencia, la STC 184/1990, de 15 de noviembre, fue en su FJ 2 clara al respecto: “la unión entre personas del mismo sexo biológico no es una institución jurídicamente regulada, ni existe un derecho constitucional a su establecimiento; todo lo contrario al matrimonio entre hombre y mujer que es un derecho constitucional (art. 32.1) que genera ope legis una pluralidad de derechos y deberes”. No es menos claro el también citado (en el FJ 10) ATC 204/2003, de 16 de junio, F.3: la convivencia more uxorio, “ni es una institución jurídicamente garantizada ni hay un derecho constitucional expreso a su establecimiento”; en consecuencia estará “legitimado el legislador para establecer diferencias en las consecuencias que se derivan de la opción por uno u otro régimen”. Si no hay pues un derecho constitucional a derivar efectos jurídicos de la convivencia fáctica, menos lo habrá a verla convertida en matrimonio.
A continuación (FJ 11), sin embargo, la Sentencia intenta autoconvencerse de que “lo que hace el legislador en uso de la libertad de configuración que le concede la Constitución, es modificar el régimen de ejercicio del derecho constitucional al matrimonio”; cuando realmente lo que ha hecho es cambiar el matrimonio mismo. El propio Abogado del Estado, en su defensa de la ley, admite respecto al artículo 32 CE que un resultado derivable “de la interpretación sistemática de este precepto sería que no existe un derecho constitucional al establecimiento del matrimonio homosexual”. Sin embargo, como fruto de su continua confusión entre la institución matrimonial garantizada por la Constitución y el derecho individual a acceder a ella, la Sentencia afirmará que la ley “supone una modificación de las condiciones de ejercicio del derecho constitucional a contraer matrimonio”, que incluiría ahora a las uniones homosexuales; después de haber afirmado (en el FJ 8) que “desde una estricta interpretación literal, el art. 32 CE sólo identifica los titulares del derecho a contraer matrimonio”.
Se presenta pues equivocadamente el problema como si incrementara los titulares del derecho, más que como la obvia vulneración de un contenido protegido por garantía institucional; ello lleva a interrogarse repetidamente sobre el contenido esencial de tal derecho (FJ 10 y 11), que obviamente no es otro que la voluntaria y libre inserción en ese marco institucional; lo que la Sentencia prefiere caracterizar, en clave individualista, como “acceso a un status jurídico” (FJ 4). Hablar de contenido esencial solo tiene, sin embargo, sentido al tratar de derechos fundamentales reconocidos por la Constitución y no de posibilidades que este Tribunal considere que el legislador está en condiciones de ofrecer.
3. Todo ello acaba obligando a interpretar el sentido propio de los términos en que se expresa el artículo 32 CE. Es de agradecer que en un primer momento se haya renunciado a poco convincentes juegos de palabras, como sugerir que el texto habla del “hombre y la mujer” pero sin precisar que el matrimonio deba formalizarse “entre” ellos. La satisfacción no dura sin embargo demasiado, puesto que se nos dirá que “el art. 32 CE sólo identifica los titulares del derecho a contraer matrimonio, y no con quién debe contraerse” (FJ 8). No mejora demasiado la situación cuando se sugiere (FJ 10) que dicho artículo “lo que hace, sin lugar a dudas, es asumir el principio heterosexual del matrimonio como una opción válida del legislador”; como si hubiera llegado a ponerse en duda.
El debate constituyente, aludido en la Sentencia (FJ 8) en términos no siempre acordes con el Diario de Sesiones, resaltó de modo inequívoco dos características del matrimonio: monogamia y heterosexualidad. La polémica sobre el divorcio descartó incluir la indisolubilidad, mientras se reiteraba el principio de igualdad entre hombre y mujer ya presente en el artículo 14 CE.
Resulta llamativo que se afirme en la Sentencia con toda rotundidad que la heterosexualidad reflejada en el artículo 32 CE no excluye la homosexualidad, aun apuntando que esto “no significa que implícitamente acogiera el matrimonio entre personas del mismo sexo, si nos limitamos a realizar una interpretación literal y sistemática, pero tampoco significa que lo excluyera” (FJ 8). Se busca para ello amparo en que no todo lo que la Constitución no contempla es necesariamente inconstitucional; pero es claro que lo será lo que prive de todo sentido a lo que sí contempla.
Tal postura es tanto más llamativa al admitir la Sentencia (FJ 9), respecto a la jurisprudencia de Estrasburgo sobre el Convenio de Roma, que el “TEDH reconoce que las palabras empleadas por el art. 12 CEDH han sido escogidas deliberadamente, lo que, teniendo en cuenta el contexto histórico en el cual el Convenio fue adoptado, lleva a pensar que se refieren al matrimonio entre personas de distinto sexo”. Nada permite pensar que la elección de los términos por el constituyente español haya sido menos deliberada.
La ausencia de una adecuada percepción de la dimensión social del derecho lleva a olvidar por qué el matrimonio, a diferencia de la mera amistad, tiene relevancia jurídico-institucional. El matrimonio pasa de entenderse como un vínculo de relevancia social a enfocarse como una desvinculada vía de emancipación individual. El precio de esta operación de ingeniería social es la desnaturalización de la institución misma y la desprotección de los bienes jurídicos de dimensión social que amparaba. El derecho al matrimonio da opción a insertarse en una institución, pero no a redefinirla. Como señala la STC 247/2007, de 12 de diciembre, “los derechos constitucionales no sólo se imponen al legislador, sino que son resistentes al mismo”; mientras que en este caso es el legislador el que ha inventado un nuevo derecho, desfigurando una institución.
4. La Sentencia, en su intento de hacer salvar a la ley el control de constitucionalidad, recurre a una teoría del derecho cuyo diseño no puedo compartir. Es bien conocida la distinción propuesta por un prestigiado autor, estudioso de la jurisprudencia constitucional norteamericana; las constituciones establecen conceptos destinados a verse interpretados desde plurales concepciones. A su juicio, quienes ignoran tal distinción tienden a pensar que la Corte debería rechazar lo anticuado cambiando lo que la Constitución promulgó. Considera, sin embargo, si quienes establecieron sus cláusulas hubieran tenido la intención de formular concepciones particulares, habrían encontrado el tipo de lenguaje que convencionalmente se usa para hacerlo. Personalmente no tengo la menor duda de que la opción por “el hombre y la mujer” es un meridiano ejemplo de esto último. Considero, por supuesto, legítimo que haya quien estime que tal referencia resulta arcaica o estaría hoy superada; pero ello no haría sino obligar a dar paso por la vía del art. 167 a una reforma del texto constitucional y no a relativizar tal artículo hasta convertirlo en inocuo y vacío.
Esto es lo que ocurriría si fuera cierto lo que la Sentencia parece acoger: que nuestra Constitución no contiene un concepto determinado de matrimonio. Así lo afirma el Abogado del Estado (A.5. F) y la Sentencia parece aceptarlo, al no considerar vulnerado el artículo 32, que a su juicio (FJ 8) “manifestaba la voluntad del constituyente por afianzar la igualdad entre el hombre y la mujer, sin resolver otras cuestiones”. Por si no queda claro, precisa como ejemplo (FJ 5) que “hasta la fecha, la interpretación del art. 39 CE no ha llevado a este Tribunal a definir un concepto constitucional de familia”.
La idea de una Constitución sin conceptos me parece tan contradictoria como la de un texto legal sin letra. Ni siquiera la Sentencia es capaz de mantenerla con coherencia, ya que, aun dando por ausentes conceptos como matrimonio y familia, considera (FJ 5) que “ello no impide determinar que en el art. 39 CE se incluirían las familias que se originan en el matrimonio, pero también a las que no tienen ese origen”. Queda en el aire cómo es posible que, aun no existiendo un concepto, se nos indique qué es lo que cabe o no incluir en él… No habría, en consecuencia, manera de adivinar cuál puede ser para el legislador ese límite (FJ 7), que se le impone como “reducto indisponible o núcleo esencial de la institución que la Constitución garantiza”. Se sostendrá (FJ 8) que “lo que el constituyente se planteaba en el año 1978 respecto del matrimonio no tenía nada que ver con la orientación sexual de los contrayentes, sino con la voluntad de desligar el matrimonio y la familia [sic], de proclamar la igualdad de los cónyuges en el seno de la institución, y de constitucionalizar la separación y la disolución”. Cómo desligar conceptos inexistentes no tiene fácil explicación.
5. La Sentencia opta, al interpretar el artículo 32 CE, por no conceder relevancia hermenéutica alguna al sentido propio de las palabras utilizadas, sacrificándolo en favor de una supuesta “interpretación evolutiva” de la norma, que vendría exigida por la Constitución a la hora de ser interpretada, a “riesgo, en caso contrario, de convertirse en letra muerta” (FJ 9). Intentando dotar de fundamento a esta opción, la vinculará de modo reiterado con la “regla hermenéutica del art. 10.2 CE”, sin que quede muy claro qué puedan tener de “evolutivos” los tratados allí aludidos.
Sin duda la interpretación literal de las normas puede resultar en más de una ocasión insuficiente a la hora de precisar su sentido. No puede en efecto considerarse como la única vía para determinar hermenéuticamente el sentido de una norma; pero que el sentido propio de las palabras no sea siempre suficiente como único criterio interpretativo no quita que sea siempre obligadamente el primero de ellos; sobre todo en una norma como la constitucional cuya relevancia se apoya en su postulada rigidez.
Resulta llamativo que la Sentencia se muestre incapaz de fundamentar su fallo en los tradicionales criterios de interpretación, tras reproducir (FJ 8) con encomiable sinceridad el esfuerzo que sí realizan los recurrentes en defensa del carácter heterosexual del matrimonio: “basándose en una interpretación originalista del art. 32 CE, compartida por una parte de la doctrina y por el propio dictamen del Consejo General del Poder Judicial a que se hace referencia en los antecedentes. Así, desde una interpretación literal –entendiendo que la referencia expresa al “hombre y la mujer” permite deducir de modo evidente una reserva constitucional del matrimonio a favor de parejas heterosexuales–, desde una interpretación sistemática –si se tienen en cuenta los preceptos constitucionales que, al margen del art. 32 CE, hacen referencia al matrimonio ya sea de modo expreso (art. 39 CE) o implícito (art. 58 CE)–, desde una interpretación auténtica –teniendo presente el devenir del debate constituyente– y desde la interpretación que impone el art. 10.2 CE, considerando que los tratados internacionales sobre la materia ratificados por España no contemplan directamente el matrimonio entre personas del mismo sexo. Quien esperara una interpretación alternativa desde esos mismos criterios se verá defraudado; la Sentencia admite que así se pensaba tanto en 1978 como dieciséis años después, en el ATC 222/1994, de 11 de julio; pero, al parecer, han bastado dieciocho años más para que toda argumentación resulte ahora superflua.
En realidad tanto el matrimonio como la familia son realidades antropológicas que el derecho se limita a reconocer. El matrimonio es pues, como se nos recuerda (FJ 6), lo que ya reconocía la citada STC 184/1990, FJ 3: una “institución garantizada por la Constitución”; tan conocida como para no necesitar definición, según refleja el propio debate constituyente, que tampoco se ocupó de definir qué sea la educación, la religión, la propiedad o el mercado.
La conciencia de la historicidad de las normas jurídicas es una exigencia fundamental en toda razonable teoría del derecho, pero no cabe confundir la historicidad del sentido de un texto jurídico con una relativización de su contenido que lo deje totalmente disponible para que el intérprete pueda atribuirle de modo voluntarista cualquier significado. Menos aún sugerir (FJ 9) que la Constitución “a través de una interpretación evolutiva se acomoda a las realidades de la vida moderna como medio para asegurar su propia relevancia y legitimidad”. Aceptarlo equivaldría a admitir que no es la Constitución la que certifica y garantiza la legitimidad de las conductas sociales y políticas, sino que sería su texto el que cobraría legitimidad acomodándose a ellas.
Toda historia implica la evolución de un sustrato permanente, incompatible por tanto con una sucesión per saltum de instantáneas dispersas o incluso contradictorias. No es lo mismo decir “hombre y mujer” que decir “dos personas”; cambio de paradigma que la propia Sentencia (FJ 9) acaba proponiendo. En coherencia no es posible eludir la reforma de la Constitución por la vía del art. 167. Al no hacerlo, la norma que se recoge en el art. 32 CE aparece como un receptáculo vacío, abierto a contener las opiniones coyunturales del legislador; lo que no tiene nada que ver con historicidad alguna.
La Sentencia no llega a levantar acta del cambio de paradigma, pero reconoce que al evaluar la reforma del “derecho a contraer matrimonio, ha de partirse de la certeza de que la misma ha introducido importantes matices” (FJ 11), y que “la institución matrimonial, antes de la reforma y después de ella, se ha modificado jurídicamente” (FJ 8). El problema radica en que quien la ha modificado ha sido un legislador coyuntural que, en contra de lo afirmado (FJ 7), no está habilitado para “definir el contenido de la institución”, dado que esta tiene una expresa configuración constitucional; tampoco está en condiciones de preservarla “en términos reconocibles”, si no es respetando el texto constitucional o modificándolo por la vía del art. 167.
Resulta en este contexto decisiva “la imagen de la institución que ante sí tenía el constituyente” (entre las más recientes, SSTC 215/2000, de 18 de septiembre, FJ 6; 16/2003, de 30 de enero, FJ 9; 137/2003, de 3 de julio, FJ 9, y 113/2004, de 12 de julio, FJ 9), que la Sentencia no se encuentra en condiciones de desmentir. Para admitir una alteración en la garantía institucional incluida en la Constitución, habría sido inexcusable documentar un cambio de cultura jurídica que justifique tal mutación y calibrar luego si su alcance exigía una reforma constitucional; intento (FJ 9) en el que la Sentencia fracasa. Nos encontramos sin más ante una “nueva institución diseñada por el legislador”. Una interpretación, por evolutiva que sea, no puede considerarse sinónimo de reforma o cambio; como recuerda en términos inequívocos el art. 167 del propio texto constitucional.
6. Como ya hemos señalado, el evolucionismo interpretativo impuesto por la Sentencia busca apoyo, por la vía del artículo 10.2 CE, en el derecho comparado. Lo que en dicho artículo se propone como criterio de interpretación llega a cobrar categoría de norma supraconstitucional. Parece lógico que tratados suscritos por España, pese a su obvia generalidad, deban orientar a la hora de buscar salida ante posibles dudas hermenéuticas; pero no tanto convertir nuestra doctrina constitucional en una terminal vicaria de resoluciones ajenas.
Resulta llamativo el círculo vicioso que se produce en lo relativo al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Este reconoce –en casos recogidos por el aludido ATC 222/1994, que la propia Sentencia cita (FJ 10)– que no permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo no implica violación del art. 12 del Convenio de Roma; este, al garantizar el derecho a casarse, se refiere al concepto tradicional de matrimonio entre dos personas de distinto sexo, sin que su reconocimiento del margen de apreciación de los Estados excluya que en algunos -como el nuestro- pueda incluso revestir rango de norma constitucional.
Se toma nota (FJ 9) de que el Tribunal de Estrasburgo recuerda que “el matrimonio posee connotaciones sociales y culturales profundamente enraizadas susceptibles de diferir notablemente de una sociedad a otra”. Pese a ese reconocimiento europeo –que nos responsabiliza de un margen de apreciación basado en nuestro ordenamiento constitucional, al no existir un consenso europeo que pueda servir de referencia normativa– la Sentencia no intenta satisfacerlo recurriendo a nuestra cultura jurídica, sino que se esfuerza por coleccionar recetas europeas. Cualquier intento de proponer en términos sociológicos la existencia de un contexto internacional mayoritario en favor del reconocimiento de ese nuevo matrimonio basado en una relación homosexual no tiene fundamento real alguno. El legislador lo planteó en su momento, con toda razón, como una ambiciosa opción vanguardista destinada a convertir a España en pionera a la hora de formular una revolucionaria propuesta.
7. Afecta –a mi juicio– a la rigidez que en términos técnicos justifica la existencia de la Constitución, y en consecuencia la de este mismo Tribunal, la apelación reiterada de la Sentencia a una presunta presión social que obligaría a convertir su letra en prácticamente delicuescente. Se incurre así en lo que se ha llamado falacia naturalista, o en su arcaica versión jurídica de la fuerza normativa de lo fáctico, al pretender que determinadas pautas o conductas sociales hayan de condicionar la interpretación constitucional. Se olvida así lo que, ante la actitud dubitativa de un juez, este mismo Tribunal sentó ya con claridad en la STC 81/1982, de 21 de diciembre, FJ 2: “el problema no es la conformidad de la solución jurídica con las convicciones o creencias actuales, que es a lo que puede llamarse ‘actualidad’, sino su conformidad con la Constitución”.
Sirva de ejemplo al respecto el intento de convencer de que la “nueva institución” (así coherentemente la llega a caracterizar la Sentencia en el FJ 9) se habría visto sociológicamente consolidada por el número de matrimonios entre ciudadanos del mismo sexo celebrados en el generoso plazo de siete años que este Tribunal, de manera no muy comprensible, se ha concedido para abordar el recurso. Se afirma (FJ 9) que nos hallamos ante una opción “ajustada a la Constitución”, aunque en realidad no se ajuste a su texto; se habría producido “una evolución que pone de manifiesto la existencia de una nueva “imagen” del matrimonio cada vez más extendida, aunque no sea hasta la fecha absolutamente uniforme”. Más bien parece que lo que la ley ha pretendido es contribuir a un cambio de “imagen” de las relaciones homosexuales, modificando para ello la milenaria estructura de la institución matrimonial. Resulta poco razonable afirmar respecto al matrimonio que “la imagen jurídica que la sociedad se va forjando de él, no se distorsiona por el hecho de que los cónyuges sean de distinto o del mismo sexo”. Quizá sirva de indicio al respecto que, mientras que la expresión matrimonio homosexual se recoge hasta quince veces en los Antecedentes de la Sentencia, se haya huido cuidadosamente de que aparezca ni una sola vez en sus Fundamentos.
Resulta, por otra parte, contradictorio insistir de modo simultáneo en la obvia existencia de una discriminación social respecto a las personas que suscriben una orientación homosexual, plasmada en tópicos arraigados, y la presunta existencia de un consenso, no menos tópico, tan consolidado como para convertir en superflua una obligada reforma constitucional. Quizá por ello la Sentencia acaba optando por no abundar en esa línea argumental, para dedicar una particular atención (FJ 3) a defender que la reforma legal no causa la presunta discriminación de los heterosexuales no muy afortunadamente alegada por los recurrentes.
8. El cuestionamiento de la constitucionalidad de un matrimonio homosexual, sin previa aplicación del artículo 167 CE, es lógico que condicione la admisión de una posible adopción de menores amparada en él.
Es bien sabido que la legalidad comparada pone de relieve una reticencia aún mayor a esta segunda posibilidad. Dada la importancia que la Sentencia concede a ese punto de referencia, resulta sorprendente que resuelva la cuestión de modo tan expeditivo: “El mandato de protección a la familia en general (art. 39.1 CE) y de los hijos en particular (art. 39.2 CE) contenido como principio rector de la política social y económica en el art. 39 CE, no queda incumplido por la opción que realiza en este caso el legislador, puesto que tal mandato orienta, precisamente, la opción legislativa adoptada” (FJ 12).
En todo caso, parece oportuno señalar que la apelación a una ampliación de derechos, que caracteriza a la Sentencia, es en este contexto inocua. Como es bien sabido, nuestro ordenamiento ha venido permitiendo la adopción a título individual sin exigir haber contraído matrimonio ni ejercer control alguno de la orientación sexual del adoptante; por lo que no se da paso a ningún incremento en tal sentido. Asunto distinto es que con la extensión de dicha posibilidad a la pareja homosexual se pretenda contribuir a que su imagen social gane en normalidad. No en vano la propia Sentencia entiende (FJ 5) que se apunta con ello a “la regularización de familias homoparentales”; lo que mas bien parece patentar un novedoso criterio de interés inferior del menor.
Tiende sin duda a descartarlo la encomiable cita (FJ 12) de la afirmación del Tribunal de Estrasburgo que descarta la existencia de un derecho al hijo, recordando que la adopción es “dar una familia a un niño, y no un niño a una familia”. Hay sin embargo dos detalles que invitan a moderar el optimismo. Por una parte si, como la Sentencia afirma, carecemos en España de un concepto constitucional de familia, no es fácil aventurar qué alcance pueda tener tan prometedora afirmación. Por otra, si la apelación al interés del menor no plantea en el caso de parejas heterosexuales litigios de particular impacto, es fácil observar cómo la incipiente doctrina jurisprudencial de Estrasburgo muestra una notable facilidad para considerar, la apelación al interés del menor, en el caso de parejas homosexuales, como mero subterfugio destinado a enmascarar una rechazable discriminación. Esto no va a facilitar la tarea de ejercitar esa defensa, que la Sentencia encomienda a la jurisdicción ordinaria.
Y en este sentido emito mi Voto particular.
Madrid, a seis de noviembre de dos mil doce.
* Texto difundido por agencias y periódicos el jueves 15 de noviembre de 2012. Las negritas son nuestras