El mes de noviembre está dedicado especialmente a los difuntos, a todos los que han partido de este mundo y nos traen el precioso recuerdo de su memoria. Coincide con el otoño, y el tiempo contribuye a esa especie de nostalgia, que nos hace recordar momentos felices de nuestra vida pasada al recordarlos a ellos.
El trato con nuestros seres queridos, los que vivieron con nosotros y ya han partido de este mundo, no sólo mira al pasado del que nos gusta recordar los buenos momentos, sino que mira también al futuro, que está todavía por suceder. Los hermanos difuntos nos hablan de una vida más allá de la muerte, en la que ellos han ingresado, y en la que nosotros entraremos traspasado el umbral de la muerte. Los difuntos nos reclaman en el presente y hacia el futuro.
Los difuntos siguen vivos, porque tienen alma inmortal. Cuando venimos a este mundo, nuestros padres han aportado la materialidad de nuestro cuerpo, cuyos rasgos se parecen a los suyos. Pero el alma la ha creado Dios directamente para cada uno, y la ha infundido en el momento de la concepción. ¡Somos inmortales! por haber sido creados directamente por Dios en la parte espiritual de nuestro ser. No somos un amasijo de células, ni somos un trozo de carne con ojos. Somos personas humanas, que piensan, aman, deciden, sienten. Tenemos un alma inmortal, que no heredamos de nuestros padres, sino que la recibimos directamente de Dios al ser concebidos. Por eso, todo ser humano concebido merece el respeto de los demás, porque además de la aportación de los padres, Dios ha aportado un alma, creándola nueva para infundirla en aquel embrión que empieza a existir. En cada ser concebido tenemos una persona humana, tenemos un alma inmortal.
Al término de nuestra vida terrena, se produce la muerte, la separación del alma y del cuerpo. El cuerpo sin alma, queda cadáver sin vida hasta su descomposición. Y en el último día de la historia de la humanidad resucitará de entre los muertos para unirse al alma y participar de su suerte. El alma, sin embargo, ya en la muerte vuela hasta la presencia de Dios para ver a Dios cara a cara. Y entrando en la presencia de Dios, podrá ver intuitivamente cuánto ha sido el amor de Dios y cuál ha sido su respuesta.
El amor correspondido plenamente conducirá al alma a la gloria, al cielo. Este ha de ser el camino normal para todos. Pero muchas veces no es así. Nuestro caminar por la vida terrena está lleno de dificultades, y nuestra debilidad nos ha llevado a olvidarnos del amor de Dios, apartándonos de Él. Hemos pecado. Es decir, nos hemos encerrado en nosotros mismos, en nuestros intereses egoístas. Hemos ofendido a Dios, padre bueno que sólo quiere nuestro bien. Y hemos ofendido a los demás, a los que no hemos dado el amor que les debíamos. La luz de Dios nos hará ver todo esto sin razonamientos, de manera lúcida. Y ese contraste entre el amor inmenso de Dios hacia nosotros y nuestra mezquina respuesta, producirá un dolor indecible en nuestra alma. Este es el purgatorio.
En nuestras relaciones de amor con los demás, herir a la persona amada duele muchísimo. Hacer sufrir a quien queremos de verdad nos produce un dolor inmenso, mayor cuanto mayor sea el amor y la ofensa realizada. El amor de Dios a nosotros no puede ser más grande y nuestro olvido o desprecio es muy frecuente y a veces muy grave. Por eso, el purgatorio es una situación muy dolorosa para el alma.
La Iglesia, que es madre buena, sabe que sus hijos que más sufren son las almas del purgatorio. Y por eso, nos invita continuamente a tenerlas presentes en nuestra oración y a ofrecer sufragios por ellas. Sería como prestarles nuestro amor, para que les sirva de bálsamo en el sufrimiento purgativo que les prepara para el cielo. Y nos recuerda que todos nuestros sufrimientos y fatigas de la vida nos van purificando en el amor, nos libran realmente del purgatorio, para que llegado el momento de la partida, de la muerte, podamos ir directamente al cielo.
Mes de noviembre. Mes de los difuntos, para recordarlos y para ayudarlos. Mes que a todos nos hace pensar en la vida eterna, que se va alcanzando en el camino de la vida terrena.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba