El 2 de abril se cumplía el tercer aniversario del fallecimiento de Juan Pablo II. Aquel día la Iglesia entera se introducía en un profundo clima de recogimiento, orando intensamente por la elección de un nuevo Papa. Pedíamos al Espíritu Santo que iluminase a los cardenales de la Iglesia en aquella importante decisión. Teníamos confianza en la Providencia de Dios y sabíamos que el siguiente Papa sería igualmente asistido por el Espíritu Santo para conducir fielmente la barca de Pedro. La elección recayó en alguien ya muy conocido para todos nosotros: el Cardenal Ratzinger, nuestro querido Benedicto XVI. Era el 19 de abril de 2005.
En estos primeros años del Pontificado de Benedicto XVI, hemos comprobado que el Espíritu otorga a sus pastores, carismas y dones diversos en favor del Pueblo de Dios. Lo que sorprende no son ya las diferencias entre los dos papas, sino la continuidad en su común empeño por centrar nuestra mirada en el Hijo de Dios y de María. He aquí el común denominador de Juan Pablo II y Benedicto XVI: un corazón de buen Pastor que contagia la pasión por Jesucristo.
Una de las grandes aportaciones que el Papa actual está realizando, son sus riquísimas homilías y discursos. Muchos católicos las seguimos puntualmente, gracias a su difusión por Internet y otros medios, con gran aprovechamiento personal y utilidad pastoral. De una forma especial, me parece oportuno destacar el impagable servicio que Benedicto XVI está haciendo al conjunto de la Iglesia, al compartir con todos nosotros su vastísimo conocimiento de los Santos Padres de la Iglesia. En efecto, Joseph Ratzinger es uno de los mayores especialistas en los escritos de los obispos y teólogos de los primeros siglos de la Iglesia. ¡Un don y un carisma muy especial, gracias al cual se están divulgando y popularizando muchos tesoros teológicos, tradicionalmente reservados sólo para especialistas capaces de acceder a esas fuentes!
En acción de gracias a Dios por el tercer aniversario de este Pontificado, quisiera compartir con vosotros una de esas “joyas” que Benedicto XVI nos ha regalado en su reciente predicación. Me refiero a la homilía que pronunciaba en la Vigilia Pascual de este año. En ella, explicando los símbolos litúrgicos de la luz y del fuego, contaba un interesante detalle de la Iglesia de los primeros siglos:
“Gregorio de Tours (538- 594) narra la costumbre, que se ha mantenido durante mucho tiempo en ciertos lugares, de encender el fuego, para la celebración de la Vigilia Pascual, directamente con el sol a través de un cristal: se recibía, por así decir, la luz y el fuego nuevamente del cielo para encender luego todas las luces y fuegos del año. Esto es un símbolo de lo que celebramos en la Vigilia Pascual”.
A continuación, extraía en su homilía las enseñanzas teológicas de esa tradición patrística narrada por San Gregorio de Tours:
“Con la radicalidad de su amor, en el que el corazón de Dios y el corazón del hombre se han entrelazado, Jesucristo ha tomado verdaderamente la luz del cielo y la ha traído a la tierra –la luz de la verdad y el fuego del amor que transforma el ser del hombre–. Él ha traído la luz, y ahora sabemos quién es Dios y cómo es Dios. Así también sabemos cómo están las cosas respecto al hombre; qué somos y para qué existimos. Ser bautizados significa que el fuego de esta luz ha penetrado hasta lo más íntimo de nosotros mismos. Por esto, en la Iglesia antigua se llamaba también al Bautismo el Sacramento de la iluminación: la luz de Dios entra en nosotros; así nos convertimos nosotros mismos en hijos de la luz. No queremos dejar que se apague esta luz de la verdad que nos indica el camino. Queremos preservarla de todas las fuerzas que pretenden extinguirla para arrojarnos en la oscuridad sobre Dios y sobre nosotros mismos. La oscuridad, de vez en cuando, puede parecer cómoda. Puedo esconderme y pasar mi vida durmiendo. Pero nosotros no hemos sido llamados a las tinieblas, sino a la luz. En las promesas bautismales encendemos, por así decir, nuevamente, año tras año esta luz: sí, creo que el mundo y mi vida no provienen del azar, sino de la Razón eterna y del Amor eterno; han sido creados por Dios omnipotente. Sí, creo que en Jesucristo, en su encarnación, en su cruz y resurrección se ha manifestado el Rostro de Dios; que en Él Dios está presente entre nosotros, nos une y nos conduce hacia nuestra meta, hacia el Amor eterno. Sí, creo que el Espíritu Santo nos da la Palabra verdadera e ilumina nuestro corazón; creo que en la comunión de la Iglesia nos convertimos todos en un solo Cuerpo con el Señor y así caminamos hacia la resurrección y la vida eterna. El Señor nos ha dado la luz de la verdad. Esta luz es también al mismo tiempo fuego, fuerza de Dios, una fuerza que no destruye, sino que quiere transformar nuestros corazones, para que nosotros seamos realmente hombres de Dios y para que su paz actúe en este mundo”.
Este tercer aniversario del Pontificado de Benedicto XVI es una buena oportunidad para iniciarnos, o quizás reiniciarnos, en la santa costumbre de orar por el Papa y por sus intenciones. La oración por el Papa, integrada en el conjunto de nuestra vida cristiana, es uno de los signos más auténticos del amor a nuestra Madre Iglesia.