Mientras en España un sector del clero y de los laicos acunó el sentimiento nacionalista hasta que en la transición pudo echar a andar, cual nuevo monstruo de Frankenstein, y todavía hoy lo empujan, aunque él los destroce, en Italia la jerarquía, incluyendo al obispo de Roma, no vaciló en oponerse a los proyectos separatistas de la Liga Norte.
Los distintos movimientos y partidos autonomistas y regionales del norte de Italia se agruparon en la Liga Norte en febrero de 1991, bajo la dirección de Umberto Bossi, que en 1982 había fundado la Liga Lombarda. Su programa se resumía en el grito «Roma, ladrona» y culpaba al Gobierno nacional de saquear las regiones más ricas de Italia a favor de la partitocracia y de las regiones pobres del sur. Su programa era federalizar el país y reducir la transferencia de fondos dinerarios al Estado y a las zonas meridionales.
El derrumbe de los partidos que habían dominado la política italiana desde la Segunda Guerra Mundial debido a las investigaciones de varios jueces y fiscales hizo que la democracia cristiana, el Partido Socialista, el Partido Liberal y hasta el Partido Comunista se hundieran en las votaciones y, como reacción, surgiesen nuevas formaciones, como Forza Italia, del empresario pro-socialista Silvio Berlusconi; y que los partidos excluidos del régimen, como el Movimiento Social Italiano, recibiesen un creciente apoyo popular.
Bossi, secretario general de la Liga Norte, se alió con Berlusconi y el MSI, convertido en Alianza Nacional, en las elecciones generales de 1994. Esta coalición obtuvo la mayoría absoluta, y gracias a ella Berlusconi fue elegido primer ministro por primera vez. Aunque el Gobierno de derechas duró sólo unos meses, la Liga siguió creciendo en Milán, Turín, Venecia..., a la vez que Bossi radicalizaba su discurso. Después de haber hecho caer al Gobierno de Berlusconi y obtener un gran éxito en las elecciones generales de abril de 1996 (cuatro millones de votos en el norte, 59 diputados y 27 senadores), Bossi y la Liga decidieron proclamar la República de Padania.
Mientras Bossi y sus partidarios recorrían el valle del Po con sus banderas con el sol padano y los políticos de Roma gastaban saliva, la nación italiana tuvo unos defensores inesperados: el papa Juan Pablo II y la Conferencia Episcopal Italiana.
La unidad de Italia no se toca
Una vez que la monarquía de los Saboya, los “carceleros del Papa”, fue derrocada –mediante un referéndum en que sectores católicos encabezados por Alcide de Gasperi rehusaron defenderla–, y que la Constitución de 1947 mantuvo los Pactos de Letrán –que restituían la independencia y soberanía de la Santa Sede–, la Iglesia no tuvo nada contra la república italiana. Además, el principal partido del país estaba dirigido por clericales como De Gasperi, Andreotti, Fanfani, Moro, Forlani, De Mita...
La jerarquía de la Iglesia católica italiana, con el Papa a la cabeza, salió en defensa de la unidad de Italia, paradójicamente conseguida en 1870 con la invasión de Roma por el ejército liberal de Víctor Manuel II.
El 6 de mayo de ese 1996, el cardenal Camillo Ruini, presidente de los obispos italianos, criticó los principios separatistas de la Liga Norte. “La unidad de Italia no se toca”, afirmó en la inauguración de la asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal, y los obispos demostraron su acuerdo con aplausos. Según Ruini, “negar o comprometer la unidad de nuestra nación va contra la posibilidad del desarrollo y de los intereses económicos de las poblaciones del sur, del centro y del norte”.
Tres días después, Juan Pablo II habló, en un discurso a los 300 obispos del país, de “la gran herencia de fe, cultura y unidad que constituye el patrimonio más precioso del pueblo italiano” y de la “amada Nación [sic] italiana”.
El día 10, el presidente de la Cámara de los Diputados, el izquierdista Luciano Violante (PDS), advirtió en su discurso de que la secesión no era un derecho. Todos los diputados se pusieron en pie para ovacionarle, salvo los de la Liga Norte. Al acabar la sesión, Bossi, acusó a Violante de “fascista”.
En los años siguientes, la resistencia de la sociedad italiana y la oposición unánime de la izquierda condujeron al fracaso de la Liga Norte. En 2006 Berlusconi, de nuevo primer ministro desde 2001, convocó un referéndum para reformar la Constitución e introducir el federalismo, con cesión de competencias a las regiones en policía, educación y sanidad; pero el pueblo italiano, junto con la izquierda política y parte de la derecha, votó en contra: más del 60%.
En la actualidad, la Liga Norte carece del poder y el apoyo electoral que tuvo en los años 90. Y Umberto Bossi, que en 2001 fue condenado por ultrajes a la bandera tricolor, ha tenido que dimitir en 2012 de sus cargos en la Liga debido a un proceso judicial porapropiación indebida.
La postura de la Iglesia española
En España, la Conferencia Episcopal aprobó en septiembre de 2002 su instrucción pastoral Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias, en la que condenó no solamente el terrorismo, también el nacionalismo independentista sin causa justa:
La pretensión de que a toda nación, por el hecho de serlo, le corresponda el derecho de constituirse en Estado, ignorando las múltiples relaciones históricamente establecidas entre los pueblos y sometiendo los derechos de las personas a proyectos nacionales o estatales impuestos de una u otra manera por la fuerza, dan lugar a un nacionalismo totalitario, que es incompatible con la doctrina católica.
España es fruto de uno de estos complejos procesos históricos. Poner en peligro la convivencia de los españoles, negando unilateralmente la soberanía de España, sin valorar las graves consecuencias que esta negación podría acarrear, no sería prudente ni moralmente aceptable.
Por ahora, falta un pronunciamiento expreso del Papa, pero no se puede negar que Roma, escarmentada por las consecuencias pastorales del nacionalismo, ha apostado por el mantenimiento de una España unida y por un clero dedicado a predicar el Evangelio en vez de la redención nacional por medio de la lucha política y hasta armada, como prueban los últimos nombramientos episcopales.
Pedro Fernández Barbadillo
Publicado originalmente en Libertad Digital