En Asturias tenemos cita con la Santina al comienzo de cada septiembre. Subimos a su Santa Cueva en aquel rincón maravilloso del valle del Auseva y luego bajamos a la cotidianeidad diaria cada uno en su lugar. Las hojas de nuestro imparable calendario no son perennes como no lo son las que llegando el otoño alfombran los mil caminos de nuestros bosques.
Se abre el paso de una vida que no admite jamás demora, y que nos guardaba celosa las cosas más hermosas que hemos dejado atrás así como las que no supimos resolver. Los niños y chavales se incorporan al colegio con la curiosidad en los ojitos abiertos de par en par a los nuevos libros, las nuevas materias, siendo de nuevo alumnos de tantas cosas inéditas, desconocidas, que deberán saber desentrañar. Los más adolescentes, los universitarios, con otros poses e intereses también se avezarán en la aventura de seguir formándose aunque tantas veces se imponga incierto un futuro que no pinta bien.
Los adultos tendremos una desigual actitud ante una realidad que de seguro será demasiado impar. Personas que se adentran en la rutina más o menos como la dejaron semanas atrás, sin que afortunadamente tengan que sufrir los agobios que nos trae este momento tan revuelto de sinsabores indeseados. Pero pienso especialmente en tantas personas, en tantas familias que sin alternativa tendrán que torear los reveses del paro y desempleo, del miedo en la incertidumbre, de la dificultad que te cuela la desazón y la crispación como intrusos no invitados.
En esta subida de tantos asturianos a Covadonga durante la novena de la Santina, lo he vuelto a ver en sus miradas, en sus plegarias, en la confianza que se abre a una esperanza sin trampa. Sin duda que el milagro más importante no está en que seamos suplidos en la trabajosa aventura de buscar caminos y recursos para estos momentos inciertos, sino en seguir teniendo la fuerza y la gracia que Dios pone en nuestras manos, en nuestros corazones, para volver a empezar sin desesperarnos.
Se abre un curso con la llegada del otoño tan próximo ya. Y ante el panorama que se vislumbra en este momento duro y complicado, me atreví a proponer el día de Covadonga que aprendiésemos de María en nuestras relaciones: ir al encuentro del otro con lo mejor de nosotros mismos para despertar en él también lo mejor que lleve dentro. Así hizo María con su prima Isabel. ¿Qué ocurre cuando en nuestras relaciones nos visitamos no con lo mejor, sino con lo peor de nosotros? Si salimos al encuentro del otro con nuestros miedos, rencores, egoísmos y violencias, jamás podremos construir algo que valga la pena, algo que sirva para el bien común y el bien personal. Porque el miedo genera miedo, la injusticia provoca injusticia, la violencia enciende violencia, y así en una espiral que no tiene término ni respeto.
No se trata de caer en un buenismo ingenuo, piadosillo e irreal, sino acoger la auténtica revolución que coincide con el amor que arriesga aunque paguemos el precio de ceder razonablemente en cosas, sabiendo que todos tendremos que ceder. Todos, todos. Este es el reto. Para esto pido gracia y paz, y que Dios bendiga la nobleza de intentarlo en un diálogo verdadero entre todas las partes. De lo contrario nos meteremos en un callejón sin salida que agravará más aún la grave realidad. Creo en la fuerza del diálogo sin treguas falsas para vencer al adversario cuando lo ha reducido a debilidad. Creo en el amor que genera esperanza y solidaridad. Creo en Dios: Él hace creíble al hombre poniendo en el corazón la nostalgia de lo mejor.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo