Son varias las cuestiones, no muchas por otra parte, que afloran al tratar de la vuelta de los seguidores de monseñor Lefebvre o del Concilio Vaticano II. Y me refiero a cuestiones conceptuales porque sobre hechos aberrantes, herejías manifiestas, pecados repugnantes creo que estaríamos todos de acuerdo. Y en que ha habido demasiada tolerancia con ellos también. Pero nada de eso deriva de los textos conciliares sino del desmadre postconciliar. Que no es lo mismo.
Parece que desde la misma Iglesia se comienza a poner coto a todo ello y Benedicto XVI es la mejor prueba de ello. Sus denuncias del relativismo son constantes y la hermenéutica de la continuidad y no de la ruptura prueba fehaciente de que la Iglesia no puede dejar de ser fiel a sí misma. Los cambios que se produzcan, como todos los que se produjeron en sus dos mil años de vida, no alteran el depósito de la fe ni la moral que Cristo nos dio.
¿Qué ocurre entonces con la libertad religiosa, el ecumenismo, la nueva misa, los judíos, el liberalismo, el comunismo y el socialismo, la autoridad del Papa, la confesionalidad del Estado, la unidad católica, el latín...? Pues a mí me parece que nada. Nos hemos inventado un monstruo que alancear y ese monstruo no existe. Aunque a fuer de darle lanzadas hasta puede parecernos muy vivo.
La libertad religiosa la Iglesia la sostuvo siempre y hasta extremos rigidísimos. No se puede bautizar a un niño, y hacerle hijo de Dios y heredero del cielo, contra la voluntad de sus padres. Si eso no es libertad religiosa ya me dirán lo que es. Y en la Roma de los Papas o en la España de nuestros católicos reyes los judíos tenían sinagogas. Pues ya me dirán si por sostener lo que la Iglesia ha sostenido siempre hemos de reñir hoy. Otra cosa es que sea muy de desear, y que lo imploremos constantemente a Dios y trabajemos denodadamente por conseguirlo, el que todos crean en Cristo y en su Iglesia. Cosa que llegó a ocurrir históricamente en algunos lugares. Y eso era un bien excelso. Qué cosa más natural que en esos casos la sociedad y el Estado, que gozaban de unidad católica, confesasen públicamente a Dios. Pero eso era hic et nunc. Los mandatos de Dios son universales. No para unos sitios sí y otros no. Nadie puede matar, robar, ser adúltero, mentir... No hay excepciones según los países. Y jamás sostuvo la Iglesia que en la China de los emperadores o en el Imperio de los sultanes los católicos tuvieran que sostener la confesionalidad católica de aquellos Estados. Reclamaba la libertad religiosa para sus hijos. Y no les mandaba a la muerte por sostener la unidad católica. Aunque tuvieran que morir antes que apostatar. Era por supuesto cosa deseabilísima pero que todos sabían imposible. Y lo imposible no puede ser.
El ecumenismo, que todos seamos uno, fragmentada la unidad religiosa por las herejías o los cismas, es otro desiderátum irrenunciable. Lo quiere Dios. Y para conseguirlo todos nuestros esfuerzos serán pocos. Claro que hay esfuerzos inútiles, estúpidos y hasta perjudiciales. Que deberemos evitar. Pero bienvenidos sean todos los que vayan en la buena dirección y sobre todos nuestras oraciones para alcanzarlo. Y si hay estupideces en muchos gestos que se quieren ecuménicos las hay también en críticas que se han producido con ese motivo. Se puede dudar de la conveniencia o la oportunidad del tantas veces invocado caso de Asís. Pero deducir de ello la apostasía del Papa es una imbecilidad mayúscula. No hay nada que lo autorice.
El odio a los judíos es otro extraño fenómeno que se ha producido y aún sigue latente en algunos católicos. Absolutamente incomprensible cuando Cristo, su Santísima Madre, San José y los Apóstoles eran todos judíos. Que haya habido judíos que mataron a Cristo o que posteriormente, por los motivos que fueren se ganaron la animadversión de los católicos no permite extender a esa raza un odio imperecedero e imprescriptible.
El latín tiene ventajas e inconvenientes. Bueno es que todos oremos lo mismo, malo que muchísimos no se enteren de nada. Creo que últimamente se está caminando por la buena senda. Lo hace el Papa y le secundan bastantes obispos. Las partes comunes, que las saben o las pueden aprender todos, en latín, y las variables en la lengua mayoritaria de los asistentes. Bueno sería para ello un canon único. Y en estos días de globalidad sería óptimo que cualquier católico en cualquier lugar del mundo pudiera rezar con sus hermanos de cualquier raza el Gloria, el Credo, el Sanctus, el Pater, el Agnus Dei.
Sobre la misa es hora ya de volver al sentido común. No hay una misa mejor que otra. No hay misa que tenga un poco más de sacrificio de Cristo que otra. Toda misa, si es misa, es santísima. Infinitamente santa. La nueva, la tradicional, la mozárabe, la ortodoxa, la copta, la melkita, la maronita... Claro que se puede discutir cual expresa mejor el misterio, la que es más participada, la que da más devoción... Y que cada cual asista a la que crea que le beneficia más espiritualmente. Sin hacer una guerra de ello. Y sin poner zancadillas a las otras. Que hay quien las pone.
Tampoco caba extrapolar condenas de la Iglesia a las mismas palabras. La Iglesia no condenó unos nombres sino unos contenidos. Y esos son los rechazables. No el comunismo de los primeros cristianos o de las órdenes monásticas. Ni el liberalismo de quien rechace la injerencia del Estado en todo.
Creo que con un poco de sentido común por parte de todos se evitarían disputas sobre cuestiones que no lo son. Y que por lo tanto no deberían serlo.
Francisco José Fernández de la Cigoña
Publicado originalmente en La Cigüeña de la Torre