Celibato y sacerdocio, aunque generalmente los unimos, son dos carismas distintos. Los hermanos de los institutos religiosos laicales (cf. Código de Derecho Canónico c. 588 & 3) tienen sólo el carisma del celibato, mientras que los sacerdotes orientales tienen en la mayoría de los casos sólo el carisma del sacerdocio. Sacerdocio y matrimonio no son pues realidades en sí antitéticas, siendo por su parte la ley del celibato distinta al carisma del celibato, por ser el carisma don divino y la ley disposición humana, habiendo sido creada la ley para defender y proteger el carisma. Hemos de tener muy claro que lo esencial, los valores imperecederos, están en los carismas. El celibato obligatorio hace que el carisma del sacerdocio sea tal vez vivido por un menor número de personas, por lo que no es de extrañar que algunos deseen que se deje libre, aunque lo que sucede con anglicanos y protestantes, sin celibato, pero con una gran crisis de vocaciones, nos indica que la facilidad no suele resolver los problemas, mientras otros, entre ellos los Padres Sinodales del Sínodo del 2005 sobre la Eucaristía en la proposición 11, reafirman “la importancia del don inestimable del celibato en la praxis de la Iglesia latina” y consideran la otra opción “como un camino que no hay que recorrer”, si bien hay que insistir en la pastoral vocacional.
El celibato, según se nos dice repetidas veces en el Vaticano II, es un don, una gracia, un carisma, es decir un dato de fe que no podrá ser enteramente justificado por la razón, ni suficientemente agradecido. Su sentido no es el rechazo del matrimonio, sino que es un estado de amor, fruto del don precioso de la gracia divina que supone apostar la vida por Cristo, con un compromiso y un empeño que debe tomarse tras una profunda reflexión y con libertad tanto interior como exterior, por lo que en realidad no existe el derecho a la vida consagrada, ni el celibato forzoso, pues sólo debe ser aceptado para el sacerdocio o la vida religiosa quienes voluntariamente así lo deciden y son admitidos porque se piensa de ellos que tienen la capacidad necesaria para poder vivir así dignamente, siendo para ello necesario una fuerte base de madurez personal. No es la vida consagrada un don necesario para alcanzar la santidad y perfección cristianas, pues éstas son una exigencia para “todos y cada uno de los discípulos, de cualquier condición que sean” (LG 40), pero sí sirve para “entregarse más fácilmente y sin dividir su corazón sólo a Dios” (LG 42), y es indiscutible que un sacerdote o una persona consagrada tienen que ser santos si quieren ser testigos de Cristo y de su evangelio.
Otros textos del mismo concilio nos dicen: “La perfecta y perpetua continencia por amor del reino de los cielos, recomendada por Cristo Señor, ha sido siempre altamente estimada por la Iglesia de manera especial para la vida sacerdotal” (PO 16), como algo que está en profunda armonía con el sacerdocio. Por su parte, los seminaristas “ayudados de los oportunos auxilios divinos y humanos, aprendan a vivir plenamente la renuncia al matrimonio, de modo que no sólo no sufran menoscabo alguno su vida y su actividad a causa del celibato, sino que más bien logren un más profundo dominio del cuerpo y del espíritu y una más completa madurez y perciban de modo más perfecto la bienaventuranza del Evangelio” (OT 10). “La castidad por amor del reino de los cielos (Mt 19,12) que profesan los religiosos, ha de estimarse como don eximio de la gracia, pues libera de modo singular el corazón del hombre (cf. 1 Cor 7,32-35) para que se encienda más en el amor de Dios y de todos los hombres, y, por ello, es signo especial de los bienes celestes y medio aptísimo para que los religiosos se consagren fervorosamente al servicio divino y a las obras de apostolado” (PC 12).
Existen argumentos teológicos en favor del celibato sacerdotal: a) significado cristológico, con él el sacerdote imita a Cristo y realiza con su sacrificio una unión más íntima con la víctima divina; b) significado eclesiológico, que deriva de una más perfecta disponibilidad de aquél que renuncia a una familia propia para poder ser más hermano de los demás; c) significado escatológico, que resulta de ese testimonio de la vida futura que es más evidente en el que anticipa la situación eterna, donde uno no se esposa, sino que se es como los ángeles de Dios (Mt 22,30).
“Es particularmente importante que el sacerdote comprenda la motivación teológica de la ley eclesiástica sobre el celibato. En cuanto ley, ella expresa la voluntad de la Iglesia antes aún que la voluntad que el sujeto manifiesta con su disponibilidad. Pero esta voluntad de la Iglesia encuentra su motivación última en la relación que el celibato tiene con la ordenación sagrada, que configura al sacerdote con Jesucristo cabeza y esposo de la Iglesia. La Iglesia, como esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de modo total y exclusivo como Jesucristo cabeza y esposo la ha amado. Por eso el celibato sacerdotal es un don de sí mismo en y con Cristo a su Iglesia y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el Señor” (Juan Pablo II, Exhortaión Pastores Dabo Vobis 29).
Recordemos, no obstante, que todos estos argumentos son sólo de conveniencia y que no hay nada doctrinal que obligue a unir sacerdocio y celibato. De hecho en los primeros tiempos de la Iglesia ser un buen marido y jefe de familia era un criterio de idoneidad para el servicio eclesiástico (1 Tim 3,2-12; Tit 1,6). Y, como ya dijimos, en la actualidad los sacerdotes católicos de rito oriental en bastantes casos han recibido la ordenación después de su matrimonio y siguen viviendo en él.
La persona célibe se libera de ataduras tanto de tipo sexual como económico, a fin de tener una disponibilidad plena, y puede así, con la ayuda de la gracia, seguir incondicionalmente a Cristo. El celibato es libertad y no se vive realmente si la persona comprometida con él está atada con lazos que le impiden seguir hasta el final su conciencia. Lo que se intenta con él por parte de la Iglesia es que el sacerdote pueda entregarse plenamente al servicio del Reino y ésta es una tarea imposible si no se es verdaderamente libre. El celibato tiene un evidente valor positivo como total disposición para el ejercicio del ministerio sacerdotal y como medio de consagración a Dios con el corazón indiviso. Por ello, aunque la Iglesia católica latina lo imponga obligatoriamente a sus sacerdotes, sólo puede ser llevado a la práctica como un carisma, es decir como una gracia de Dios que sí hemos recibido porque nos hemos ordenado dispuestos a una entrega generosa, gracia cuya finalidad es permitir que los sacerdotes se dediquen de lleno a su tarea sacerdotal con una donación plena y libre de obstáculos al servicio de Dios y de los hombres.
Pedro Trevijano, sacerdote